La semana pasada se estrenaba en las salas de cine de España la película Detroit, de la directora estadounidense Catherine Bigelow. Casi dos horas y media de intenso metraje que muestran el odio y brecha social que generaron, y siguen causando, las leyes de segregación racial contra los afroamericanos en los Estados Unidos, vigentes hasta finales de los sesenta.

La película se centra en los desórdenes civiles protagonizados por la población negra de Detroit, en julio de 2017, en protesta por la creciente y arbitraria represión policial a la que estaba sometida. El punto álgido de aquellos disturbios se produjo cuando en la noche del día 25, agentes de la policía local de Detroit asaltaron el Algiers Motel en busca de un supuesto francotirador que les habría disparado desde una de sus ventanas. La brutal y cruenta actuación policial se saldó con el asesinato de tres jóvenes negros (Carl Copper, Aubrey Pollard y Fred Temple) completamente inocentes, quienes en el momento de la intervención de la policía se encontraban en compañía de dos jóvenes blancas, victimas igualmente de la represión policial, si bien ellas tuvieron la fortuna de salvar sus vidas. Tres policías fueron posteriormente juzgados por aquellos sucesos. Sin embargo fueron absueltos de todos los cargos (no obstante no volverían ya a incorporarse al servicio activo) por un juzgado formado solo por blancos.

Los disturbios raciales que se vivieron en el verano de 1967 en Detroit alcanzaron tal magnitud que, para atajarlos, el presidente Lyndon Johnson se vio obligado a movilizar a la Guardia Nacional, y a toda la policía del estado de Michigan. Asimismo, el presidente puso en marcha una comisión nacional de investigación con el triple objetivo de averiguar la verdad de cuanto ocurrió, el por qué de los desórdenes civiles, y qué medidas habría que tomar para que sucesos semejantes no pudieran volverse a repetir.

Sin embargo, transcurridos ahora cincuenta años, en muchos estados de Norteamérica las cosas parecen no haber cambiado en nada. Precisamente, hace tan solo unos días, la ciudad de San Luis volvía a ser escenario de grandes protestas protagonizadas por la poblacion negra, indignada al conocer la absolución de un policía que estaba acusado de asesinar con su arma, el 20 de agosto de 2014 en San Luis, a un joven afroamericano (Michael Brown) tras haber intentado robar en una tienda.

Llama poderosamente la atención que sean precisamente los Estados Unidos -que aparecen como paradigma de la libertad- en donde la segregación racial se manifieste de manera tan palpable, y en donde organizaciones racistas, como el Ku Klux Klan no solo sean permitidas, sino que además gocen de un extraordinario poder, siendo uno de los lobbys más poderosos de la nación. Otorgar el grado de normalidad a esta situación sería tanto como dar por válida la desigualdad a la hora de aplicar la justicia en función del color de la piel, creencia religiosa, sexo o inclinación política.

Pero pensemos ahora en España y en los cientos de miles de inmigrantes «ilegales» o «en proceso de regularización». En el caso de las mujeres, muchas de ellas se dedican al cuidado de los enfermos, del hogar, y de las personas de avanzada edad, a cambio en infinidad de ocasiones, de unos mínimos salarios y jornadas de trabajo que exceden en mucho lo establecido en el calendario laboral. Y lo mismo sucede en el caso de los hombres cuando trabajan, ya sea en el campo o en la construcción. Bien es cierto que tales situaciones de precariedad, quizás por aquello de la globalización, afectan también a sectores sociales de carácter muy diverso.

En los últimos meses del mandato de Obama cobró pujanza en Norteamérica el movimiento afroamericano Black Lives Matter (las vidas de los negros también son importantes), en protesta por la constatación real de que la mayoría de los muertos en los Estados Unidos por disparos de la policía son afroamericanos. Quizás el problema subyace -en última instancia- en el propio sistema educativo estadounidense, y en los valores y constructo social que el sistema quiere lograr como base para su modelo ideal de nación. Si no es integral e ignora a determinados sectores -como hasta ahora- la fractura seguirá abierta y la cohesión social será inviable.

Porque todas las vidas son, y deben ser igual de importantes, cobra todo su sentido, una de las pancartas que pudieron verse recientemente en San Luis, recordando la memoria del joven afroamericano asesinado en 2014: «We come in peace to fight for justice» (Avanzamos hacia la paz, luchando por la justicia).

*Historiador y periodista