Está uno curado de espantos, pero don Federico Trillo se empeña en dejarme boquiabierto, estupefacto y turulato. Tras verle jalear las maldades de Aznar ante la Comisión del 11-M, con el tupé recrecido a su cota máxima, la tele ofreció imágenes de la gran batalla de Perejil y precisé dos valium y un chorrito de absenta para conciliar el sueño. Mi señora se asustó al oírme clamar a grandes voces: ¡Lepanto!, ¡Austerlitz!, ¡Normandía!, ¡Vivapaña!, y se ofreció a preparármelo. Una santa, les digo.

Al alba, con fuerte viento de Levante. Hay que ver el temblor de la cámara con la que nuestros gloriosos soldados inmortalizaron su hazaña. Increíble el coraje de los fieros legionarios, armados hasta los dientes y con cintas reflectantes para no atizarse un tiro entre ellos (un riesgo añadido al de escachifollarse una pata al bajar del helicóptero), cuando interrogaban a un marroquí inerme y con más hambre que Carpanta. ¿Qué demonios preguntaban, visto que por allí no había más seres vivos que seis moritos y tres cabras? Qué sensación de guerra fetén da ver a los prisioneros encapuchados. Como los marines en Irak, oiga. Lo de las vejaciones sexuales lo debieron dejar para las cabras.

Daba gozo verlos. Después de Flandes no hay cosa igual. Eso, y el glorioso combate contra el terrorismo universal, fue lo que nos sacó en su día del rincón de la Historia. Menos mal que hemos vuelto al rincón y que Trillo y su señorito gozan del descanso que tan bravamente se ganaron.

*Periodista