Una de las consecuencias inmediatas de la repentina muerte de Paco de Lucía es que de repente todos los canales de televisión se llenaron de su guitarra y en cada casa el ruido de siempre era sustituido por su música. Este hecho colateral tuvo un efecto más que positivo en el estado de ánimo general y todos notamos los beneficios y nos empezamos a preguntar cuándo había sido la última vez que habíamos disfrutado de Paco de Lucía y cómo podía ser que, llevados por el ajetreo de lo que conocemos como día a día, no nos hubiéramos preocupado más de alimentarnos las almas. Porque con artistas así, que lo dan todo en su acto de creación, que son capaces de llegar a rincones olvidados del ser y hacer que reaccione al estímulo artístico provocando la emoción, figuras así son las que nos nutren profundamente. Hace tiempo, sin embargo, que algo ha pasado, algo ha cambiado en la relación entre el creador y su público. Lo pienso escuchando la larga retahíla de panegíricos de una frase que sueltan algunos músicos actuales. Hablan del de Algeciras como inspiración, maestro, esencial en su formación y un largo etcétera. Pero ¿qué saben los triunfitos de lo que es profundizar a través de la dedicación extrema a una disciplina? Pero aparte del trabajo y el perfeccionismo hay otra gran diferencia entre estos que tuitean y él: su tarea consistía primero en hacer la mejor música posible, y la consecuencia directa era que se vendía. Ahora es al revés: lo que se busca es la fórmula que haga aumentar los ceros de ventas, y si el contenido es bueno, mejor que mejor. Una forma de actuar que se ha extendido a otros ámbitos de la cultura y que, en mi opinión, es la primera piedra de su autodestrucción.

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