El padre, como figura patriarcal, ya no se lleva. Aquella pretérita imagen del cabeza de familia que encarnaba la autoridad y la disciplina, solo permanece hoy en la memoria de quienes llegaron a conocerla, a veces con una aureola idealizada, a pesar de no referirse a un personaje próximo, accesible o de gran presencia en la vida cotidiana. Depositarios de la sagrada obligación de proporcionar el sustento hogareño, algunos de aquellos padres apenas se dejaban ver por casa; incluso consideraban las muestras de cariño como una debilidad discordante con la suprema masculinidad y su responsabilidad ancestral.

¿Han cambiado realmente las cosas? En gran parte y por fortuna, sí, desde luego. Pero la presencia, cercanía y emotividad paterna sigue siendo para los niños una necesidad demasiadas veces insatisfecha. Las prioridades laborales o económicas, la agrupación familiar imposible, sea cual fuere la razón, constituyen barreras difíciles de superar. Nuestra sociedad es muy consciente de las exigencias nutricionales o higiénicas, de formación y desarrollo del infante, incluso de sus derechos legales; pero las necesidades afectivas tienen un carácter más sutil y su carencia es fácilmente ignorada. Se manifiesta mediante una conflictividad velada o por un retraso en el aprendizaje poco patente salvo en casos extremos, como el de las familias desestructuradas, sobre todo cuando, además del trance propio de la separación, los hijos se convierten en arma arrojadiza para dirimir el enfrentamiento paterno.

Ni es fácil ser padre, ni tampoco nadie puede suplirlo en su esencial misión. Por ello, en reconocimiento de quienes tanto empeño ponen en hacerlo bien, quisiera que el Día del padre haya sido para ellos un homenaje y nunca un recordatorio. H *Escritora