El brutal ataque del jueves en Madrid, con centenares de muertos y heridos, da sentido exacto al término terrorismo . En una sociedad democrática y civilizada el asesinato, la extorsión o el chantaje son siempre despreciables, aunque sólo afecten a una persona. Pero el terrorismo muestra su cara más auténtica cuando hace apariciones espectaculares, masivas e indiscriminadas. Su objetivo es el terror, cuanto más mejor. Ahora en Madrid, tal como se provocó hace dos años y medio, día por día, en Nueva York. Esto son hechos absolutamente condenables y, en realidad, condenados de forma casi unánime.

Sin embargo, más allá de los hechos hay su interpretación. Porque no es verdad que todos los terrorismos sean iguales. Es cierto que todos causan muerte, dolor y miedo. Pero, si bien no todos los ataques terroristas tienen la misma intencionalidad, tampoco pueden ser todos combatidos del mismo modo. Y para combatir el terrorismo no basta con saber qué ocurre; hay que querer saber por qué ocurre lo que ocurre. Si no, nos entretendremos lamentándonos del terror y maldiciendo a los terroristas, pero no avanzaremos ni un sólo paso en la resolución del problema.

LAS CAUSAS. Conviene, pues, reconocer con urgencia que el terrorismo no aparece por sorpresa, por casualidad o por arte de magia. Incomprensiblemente, algunos líderes políticos se niegan a reconocer esta obviedad. No es extraño que estos líderes sean incapaces de hacer ninguna contribución a la resolución real de un conflicto que, como mucho, sólo saben controlar a medias. El terrorismo tiene raíces. Si no tuviera raíces, fundamentos y causas, sería muy fácil de erradicar.

Algunas sociedades que sufren la lacra terrorista --y la sociedad española la sufre-- se encuentran con la triste realidad de tener no un problema sino dos: por un lado el terrorismo, por el otro la incapacidad de sus líderes para, al menos, encarar bien el problema. No lo encara bien quien cree que no importan sus causas, sino sólo sus consecuencias. Agraden o no, las causas existen. A ningún médico le gusta una infección. Pero le gusta resolverla, y no lo hará si no la tiene en cuenta, si no sabe analizarla, si no sabe en qué consiste. La misión del médico no consiste en ir poniendo cataplasmas al enfermo, sino en hacer desaparecer la infección. Y en hacerlo de la forma menos traumática posible.

LA REACCION. Ante un ataque como el de Madrid puede reaccionarse de muchas maneras, pero no todas son buenas o al menos suficientemente satisfactorias. Tras condenar, evidentemente, el atentado, con la máxima dureza, ¿qué más puede hacerse?

Los responsables políticos deben actuar con máxima cautela y serenidad. No pueden dejarse llevar por apariencias o prejuicios. Si el lendakari no tenía suficiente información, no tenía que salir a las nueve y media de la mañana cargándole el ataque a ETA. Está claro que él lo tenía peor que nadie: como el Gobierno español ya iba diciendo que el responsable era ETA, el lendakari tenía que apresurarse a proclamar la condena democrática de todos los vascos. La imprudencia, pues, del Gobierno español es más inexplicable. ¿Y los medios de comunicación? ¿Es aceptable que medios que deberían ser honestos y críticos --¿dónde está el cuarto poder?-- se apunten inmediatamente a la campaña de linchamiento contra todos sus enemigos reales o imaginarios? ¿Ya no investigan nada, los medios? ¿Ya no se aseguran de nada? ¿Ya son sólo la voz de su amo y dicen lo que dice el Gobierno?

Me parece muy bien --sólo faltaría-- que carguen contra ETA, contra Al Qaeda, o contra quien sea, cuando ya está claro quién tiene la culpa. Pero antes no. Este episodio está contribuyendo a la pérdida de credibilidad no sólo del Gobierno español --pendiente de los efectos colaterales de todo-- sino de algunos medios de comunicación, que nos deberán explicar cómo quieren que les creamos si ellos están dispuestos a decir cualquier cosa, sea cierta o no.

SEMBRAR TERROR. Una de las características de la democracia es la visibilidad, la transparencia. La democracia no acepta el secretismo, la ocultación, la trampa escondida, el disimulo. No se actúa, pues, con inteligencia democrática cuando --lo he dicho ya-- no quieren hacerse aflorar las causas de los conflictos; pero tampoco cuando no se da la suficiente información sobre el estado de las investigaciones o cuando no se plantean de forma pública y franca las vías de solución de aquellos conflictos.

Cuando no se hacen estas cosas, se está haciendo el juego al terror, de forma quizá involuntaria, pero efectiva. Me temo que la experiencia americana del 11 de septiembre se nos caerá encima y que vamos a repetir los errores de entonces. Desde aquella fecha, los americanos --y todos-- vivimos más inseguros: no sólo por los propios atentados, sino por toda la inseguridad que le suman los gobiernos democráticos. Y ello en dos direcciones. Por un lado, los gobiernos acentúan el secretismo y el disimulo, hasta caer, cuando quieren, en la mentira. Ello contribuye a sembrar la confusión, el miedo y la desconfianza, que son el clima realmente más deseado por los terroristas. Por otro lado, los gobiernos acentúan las medidas policiales y de control, la negación de libertades básicas y el establecimiento de medidas excepcionales. Entonces, la democracia se alía con el terrorismo en la construcción de una sociedad más atemorizada, menos libre, más controlada. Y el terror se expande.

LA CONDENA La condena y persecución de la brutalidad terrorista debería ir acompañada de una condena autocrítica de todos los métodos poco democráticos que estemos tentados de utilizar. La única victoria contra el terrorismo --del signo que sea-- es la que se consigue con el triunfo de la vida, la libertad, la justicia y la verdad. No basta con condenar el terrorismo con la boca. Quien adopte medidas de más represión, más control, más sospecha contra los ciudadanos --sean españoles o árabes, madrileños, vascos o catalanes--, no está condenando el terrorismo, sino que nos está condenando a vivir bajo sus efectos. Este es el terror del día siguiente.

*Catedrático de Filosofía