Una de las características de las grandes obras es que nunca se acaban de acabar.

Se inauguran, es cierto, se usan y empiezan a prestar un servicio, pero siempre falta algo, un carril, un vertido, una mediana, una línea de bus o, en el caso de la megaestación de Delicias, una rotonda. La famosa e inexistente rotonda de acceso a la puerta principal.

Y como, a pesar de que hace mucho tiempo, más de un año, que la dichosa rotonda debía estar hecha, y en funcionamiento, falta, su ausencia es causa de infinitas molestias.

Por culpa de su insoportable levedad, al no ser, las horas de tráfico neoyorquino que agobian la Zaragoza rodante, combinado con las llegadas y salidas de los trenes de alta velocidad, se convierten en un chavisque circulatorio de mucho cuidado. El conductor matutino, atrapado en un atasco kilométrico, aflora a su rostro crispado la mala sangre de una jornada laboral que empieza ya con el pie izquierdo. La inmóvil efigie de los conductores de autobús público se yergue sobre el mar de chapa como un símbolo de inmóvil impotencia, y hasta los simpáticos taxistas, indirectos paganos del caos de pasajeros, de las filas a la intemperie, hacen muelas de la pereza administrativa, pues allí, en la rotonda invisible, no hay peones ni máquinas faenando, ni signo alguno de que la obra vaya al fin a comenzar. Un taxi pierde cuarenta minutos en recoger a los ferronautas del AVE. De ahí que no cuadren las cuentas, ni el servicio, y se busquen la vida por calles más tranquilas.

Sin la rotonda, la avenida de Navarra, la de Madrid, la Vía de la Hispanidad, la salida de la Autovía de Logroño, la calle Duquesa Villahermosa y otras muchas se transforman en una agónica performance de bocinas y nervios. Medio parque automovilístico se detiene allí, al frío y al calor, mientras la estación, lejana y aislada, inalcanzable, emite su iconografía futurista hacia el desierto de Juslibol. Modernidad y pasado, futurismo y tradición, inteligencia y desidia... Todo junto y revuelto, como un sino. El nuestro.

Desidia e improvisación porque nadie en su sano juicio puede entender cómo es posible que el recién estrenado apeadero de lujo disponga de sala VIP, pero no de otro acceso que a través de un dédalo de callejas incapaces de canalizar el denso tráfico que genera el nudo ferroviario. Que cueste llegar una eternidad. Y que para salir de allí haya que comprarse un plano.

Uno por otro, tuya o mía, el ministerio de Fomento, a través de sus presupuestos y empresas colaboradoras del GIF, y la sociedad Zaragoza Alta Velocidad, en la que participa el Ayuntamiento de Zaragoza, enzarzados en un peloteo de responsabilidades incumplidas, han dejado la casa, la estación sin barrer.

La penosa situación de parálisis podría encontrar rápida solución si, como ha anunciado Pilar Sancho, ZAV se decide a acometer definitivamente, con sus propios recursos, derivados de la venta de los terrenos de Renfe, la conclusión de la obra, pero hasta entonces este cirio seguirá encendido.

*Escritor y periodista