Hace diez años que comenzó una crisis económica que seguimos padeciendo. Si bien es cierto que incomparable con la del 1929, preludio del fascismo y sus consecuencias bélicas, la destrucción de derechos y el empobrecimiento social que viene acarreando, la convierte en un tsunami del que todavía somos incapaces de anticipar sus consecuencias.

Y eso que estábamos avisados de que cíclicamente las crisis económicas se suceden, que la regulación de los mercados resulta imprescindible y que las administraciones son necesarias para evitar que el sistema se hunda. Recuerdo la altanería de nuestros ejecutivos financieros, meses antes, repartiendo dividendos en las asambleas de accionistas, a la par que clamaban por el adelgazamiento del sector público y la menor intervención del Banco de España. Recuerdo la congoja de aquellos fines de semana con reuniones para evitar la fuga de ingresos en las aperturas del lunes . Cómo los guardianes del liberalismo económico pedían el paraguas del Estado para evitar la caída de bancos, compañías de seguros, cajas de ahorro y empresas. Pero sobre todo recuerdo como la derecha política pedía sacrificios, por haber vivido por encima de nuestras posibilidades, para resarcirnos cuando superásemos la crisis.

Hablar de la crisis entre amigos siempre tiene el mismo recorrido, no se han recuperado los salarios del 2010, llegar a final de mes está más difícil, las condiciones laborales peores, los empleos más volátiles y el futuro cada día se ve más incierto. Donde antes había serenidad y esperanza, ahora hay miedo.

Cuando una buena parte de la población sale de la crisis más pobre, más desigual, más precaria, más desprotegida, más vulnerable, más desconfiada, las dudas sobre la política y los políticos para cambiar esta situación arrecian; la imposibilidad de mejorar lleva a dudar del sistema. Si no podemos dar a nuestros hijos más de lo que recibimos nosotros, el ciclo vital se ha roto. La idea de progreso, de «prosperar» desaparece y el esfuerzo personal queda enterrado ante la herencia de los privilegios.

La recuperación económica va de la mano de la precariedad laboral. No es lógico que en un solo día del mes de agosto, se hayan destruido más de 300.000 empleos reales por coincidir viernes y último día del mes. Como tampoco es normal que tengamos 18,8 millones de afiliados a la Seguridad Social y cada año se dan de alta y baja 1,25 millones de contratos. O que casi el 30% de los contratos temporales realizados en este verano sean para trabajos de siete días o menos.

Está visto que en lugar de mejorar las condiciones laborales y el empleo, la recuperación que vivimos y el crecimiento de las empresas se está haciendo a costa de mayor rotación y temporalidad. La disyuntiva que afecta a parte de nuestros trabajadores, sobre todo jóvenes y mujeres, es escoger entre tener un empleo sin derechos, precario y barato o ninguno, rompe la cohesión social y profundiza en la desigualdad y marginación.

A diferencia de otras crisis recientes que hemos vivido en democracia, esta también ha debilitado a las clases medias que , junto a los trabajadores, aportan el voto de los partidos de derecha extrema europeos. Preocupados por su situación, el futuro de los hijos, o la posible pérdida de empleo, se sienten vulnerables, tienen miedo a la globalización, a la modernización y automatización de muchos empleos y a la competencia del inmigrante.

El recuerdo de cómo en los años treinta las clases medias y un amplio sector de trabajadores dieron apoyo a quienes derrumbaron las democracias europeas, debería estar permanentemente en la mente de nuestros dirigentes para cambiar políticas que lo alientan, recuperar la credibilidad de nuestras instituciones y del valor de la democracia.

Utilizar la inmigración políticamente, con el exclusivo interés electoral y contemporizar con posiciones xenófobas de dirigentes europeos como Orban, el presidente húngaro, en el grupo popular del Parlamento europeo, es de una irresponsabilidad supina por parte del nuevo dirigente del Partido Popular. En estos tiempos aguantar el tirón y combatir el populismo es obligación de los demócratas porque ya sabemos que «el infierno está empedrado de buenas intenciones».