Hace diez años que empezó la crisis. Vivíamos tan tranquilos sin tener ni idea de lo que se nos venía encima. Ya existían los contratos de una hora. Pero era contranatural la sola idea de vernos retrocediendo en derechos, bienestar y estabilidad a niveles de generaciones anteriores. En esa época los jóvenes protestábamos porque éramos mileuristas y no podíamos comprarnos un piso. Ahora ser mileurista es un privilegio. Nuestra situación era enormemente frágil, pero lo cierto es que nos movilizábamos poco. Éramos los amos del mundo, podíamos comprar un billete tirado de precio para dormir en el sofá de un amigo en cualquier ciudad europea. Nos convencieron, y nos los creímos, de que la estabilidad era un anhelo obsoleto. Defendimos nuestro individualismo desarraigado y por eso el tsunami nos levantó y estampó sin dificultad alguna. Tiempo después puede que sí redescubriéramos la importancia de los vínculos que nos hacen depender de los demás. Muchos canalizaron su malestar por el activismo político, las protestas y las reivindicaciones. Volver a casa de los padres, a casa de los abuelos, ser de nuevo familias extensas aunque ahora en pisos minúsculos. Pero al lado de la recuperada solidaridad intergeneracional, la crisis también ha hecho estragos en lo más íntimo de cada uno. No por las consecuencias directas de la falta de recursos, fragilidad y abismo, sino porque las relaciones importantes, familiares o sentimentales, sometidas a una presión tan salvaje sostenida en el tiempo, acaban por sufrir grietas significativas, cuando no se rompen del todo. H *Escritora