En la presentación el pasado jueves del libro 'Recuerdos Compartidos' -hace tan solo una semana que está en los quioscos, pero ya estamos encargando la 2ª edición -una de las reflexiones que más me gustó de ese buen divulgador que es Rafael Castillejo fue: «Mi niñez fueron tebeos y cromos, cine y radio. Y no me aburría nunca». Viniendo de una familia que hoy denominaríamos de clase baja, contrasta esa felicidad y diversión infantil que él vivió de niño -bastante común entre los nacidos a finales de los cuarenta o principios de los cincuenta- con lo difícil que es conseguirla (y no digamos ya mantenerla) en los atribulados y acomodados infantes de hoy en día, abducidos por cacharritos digitales que les obturan su tierno cerebro.

Aunque es una 'boutade', yo tengo la teoría de que las mejoras en calidad, nivel de vida y riqueza nos van entonteciendo poco a poco, eliminando de nuestro cuerpo esa sustancia adrenalínica que nos hace estar alerta ante las sorpresas del bosque, hacer frente a las molestias del tiempo, atender a las señales de los animales. Dormir en camas con colchones de viscoelástica, aparcar el coche con ayuda de una cámara digital trasera, tener un reloj que te mide las calorías que consumes, o comprarte un aparatito succionador que provoca orgasmos clitoridianos en diez segundos -hombres heteros del mundo, qué mal lo tenemos…-, estoy convencido de que no viene muy bien para que estemos rápidos, fibrosos, ágiles y con todos nuestros sensores biológicos atentos: para qué, si casi todo lo hacen las maquinitas.

El progreso (afortunadamente) nos quita el hambre y la sensación de frío, y también crea esas cosas tan divertidas y necesarias como son los registros mercantiles, las colonoscopias o los ciclos de la lavadora para la ropa blanca y la ropa de color. Pero a cambio nos abotarga y nos vuelve un poco idiotas y lentos de reflejos, facilones y previsibles, quejicosos e insatisfechos, dubitativos y pusilánimes, cuando tenemos más opciones que nunca. Apretamos a un botón y podemos dar órdenes a un altavoz para que encienda las luces del comedor. Hacemos un click y accedemos a millones de canciones. Zapeamos con el mando y optamos entre setenta canales. Nos metemos en Tinder y podemos elegir pareja para el sábado que viene. Pero la realidad es que nos sentimos un poco estúpidos hablando a un altavoz, nos agobia tener que elegir entre miles de series, y en las apps de contactos unos buscan amor cuando a lo mejor las otras suspiran por un poco de buen sexo, o al revés. Madre mía, qué difícil es todo, qué complejo lo hacemos y cómo nos complicamos la vida. ¿Tebeos y cromos, cine y radio? Así cualquiera, Castillejo, así cualquiera…