Estados Unidos y la Unión Europea han impuesto varias tandas de sanciones a Rusia como castigo por su anexión de Crimea y por su intervención en el conflicto que en el este de Ucrania enfrenta al ejército de Kiev y los separatistas rusófonos. La última tanda acordada por Bruselas ha tenido su aplicación aplazada a la espera de que ver cómo se desarrolla el alto el fuego que entró en vigor el pasado viernes. Este aplazamiento ha permitido a muchos países de la UE respirar más tranquilos. Varios eran reacios a otro castigo económico y la línea divisoria creaba bloques poco homogéneos. Ni siquiera entre los países más próximos a Ucrania y con un pasado sometido directa o indirectamente a la extinta Unión Soviética hubo unanimidad. Mientras Polonia y los países bálticos fueron los más beligerantes a favor del castigo, otros como la República Checa y Eslovaquia preferían menos dureza, postura en la que Alemania les secundó.

Uno de los motivos de tantas dudas es el efecto bumerán. No siempre los países penalizados tienen armas para responder, pero Rusia sí, y ya las ha utilizado prohibiendo la entrada de determinados productos agrícolas, medida que afecta de lleno a la agricultura española y en particular al sector hortofrutícola, tan pujante en Aragón. El primer ministro Dmitri Medvedev ha amenazado con otra medida que, de ejecutarse, crearía una enorme disrupción en el tráfico aéreo internacional ya que se trataría de prohibir a las líneas europeas sobrevolar el espacio aéreo ruso. No hace falta recordar que Rusia es el país más grande del mundo y que su geografía se extiende por dos continentes.

Pese al gas y al petróleo que es su principal actividad económica, la economía rusa es débil y no se descarta una recesión. Varios indicadores apuntan que las sanciones ya se han hecho notar en el sector financiero. Pero como ocurre siempre con estos castigos, sus efectos también alcanzan a los países que los imponen.

El dilema que se plantea es de difícil resolución porque hay que dirimirlo entre dos principios que nada tienen que ver entre sí, uno moral y otro económico. ¿Hay que permitir que un país viole el derecho internacional y las fronteras reconocidas, haga la guerra en un país vecino y genere una gran inestabilidad en Europa? O bien, ¿hay que plantar cara a este desafío aunque ello tenga un precio económico?