La repatriación, cinco días antes de su muerte, del misionero español Miguel Pajares ha provocado diversas controversias que merecen sobrevivirle. Primero fue el debate sobre si España debía también hacerse cargo de las dos compañeras no españolas de Pajares infectadas de ébola. El Gobierno dijo no, sin que el internacionalismo cañí abriera la boca. Después vino el asunto de la factura del avión que le trajo de Liberia. Las hordas progresistas pusieron entonces en marcha una campañita al grito de por qué rescatamos misioneros mientras cerramos plantas de hospital. Todo muy fraternal. Los estados han banalizado su nacionalismo hasta hacerlo imperceptible, y solo en momentos de máxima efervescencia reaparecen los fantasmas fundacionales. En esa dramática decisión de los ministerios de Asuntos Exteriores y de Sanidad de traerse a Pajares y a una monja española y condenar a muerte a las dos africanas. La muerte de Pajares expía la hipotética culpa del Estado que lo repatrió, el mismo que deja colgados en una valla a decenas de compatriotas de las monjas abandonadas. Ese Estado al que algunas voces en la red le piden que no favorezca a Pajares por ser misionero y le condene a las listas de espera. Ese Estado que no aporta fondos a la OMS para investigar epidemias foráneas y gasta en alargar la vida a moribundos autóctonos. César Molinas escribe que la fraternidad promovida por la Revolución francesa es la asignatura pendiente de los estados nación. Me temo que tiene razón.

Periodista