Cuando un partido político con vocación de gobernar a todo un país es incapaz de ser parte de la solución en el territorio que más conflicto crea, hay un problema de raíz. Y sumamente grave. Otra vez más las elecciones catalanas han servido para manifestar que el PP no es la solución. No tiene predicamento ni empatiza con la sociedad. Es más que un partido extraparlamentario, es residual.

Es por eso que la decisión de Pablo Casado tras el batacazo electoral catalán de no hacer autocrítica profunda, en cuestión de liderazgos o estrategias, es casi peor que la derrota electoral. Es no haber entendido nada de los resultados.

Tan sólo dejar que la inercia de otros territorios donde el viento sopla más a favor de los populares, o que el gobierno de Sánchez vaya perdiendo fuelle, para auparle a la victoria no es el camino. Es un error que el PP mantiene desde la moción de censura.

La decisión de dejar la sede de Génova 13 para desvincularse de la corrupción es hacerse trampas al solitario. Un gesto, sí. Pero no es suficiente. La renovación que emprendió Pablo Casado no debe ser exclusivamente un recambio de personas. Hace falta plantearse una estrategia ganadora con definición. No se han perdido las elecciones exclusivamente por la corrupción, si no porque el mensaje no cala.

El PP aún tiene que pasar una travesía por el desierto para rearmarse políticamente, de Génova a la sede aragonesa de Ponzano. Se debe abrir la oportunidad de refundar al centro derecha con la unión de otros partidos o movimientos que aspiren a sumar. Y no a destruir. El sanchismo necesita una oposición moderada que se merezca gobernar por méritos, capacidad e influencia en las ideas. Y que tenga la capacidad para frenar al populismo de su derecha.

Después de que haya dimitido la sede ligada a la corrupción sería oportuno que el PP salga de la cueva abrirse más a la sociedad. Un partido llamado a gobernar no puede estar permanentemente en la desorientación. Tampoco en Aragón.