Hay unas pocas frases que me persiguen toda la vida y sobre las que pienso y escribo cada tanto. Una de ellas es la sentencia simple y contundente con la que el Papa Inocencio contestó en una ocasión a Arnoldo Almarico . Se encontraban por aquel entonces, allá por el siglo XIII, en plena cruzada contra los cátaros y una duda momentánea vino a empañar la claridad administrativa que un buen inquisidor necesita: ¿cómo distinguiría a los cristianos ortodoxos de quienes no lo eran? El Papa condensó en una breve frase lo práctico con lo espiritual: «Mátalos a todos, que Dios elegirá a los suyos».

Ahí, con dos cojones y sin sombra de duda. Ese espíritu, que puede ser el colmo de la eficiencia y la comodidad, no lo niego, está tan repartido como el pan de los pobres. Se ha extendido por el mundo. Siempre es más sencillo no cuestionarse nada de los contrarios ni de la propia creencia. Todo aquel que sitúe más allá de tus posiciones, al mismo saco. Mátalos a todos.

Históricamente el episodio ha sido repetido con fidelidad cíclica por Tirios y Troyanos, aunque quizá sin una frase tan monda, lironda y categórica que rematara la praxis. Pero no hace falta asomarse a la Historia con mayúscula. En la conversación del bar, en las redes, en tu actitud y en tu creación literaria: limpieza mental, no sea que te tachen de equidistante o algo. Profilaxis versus dudas.

Nunca pensé que fuera a decir esto, yo que soy poco de medias tintas, pero quizá madurar es retractarse: benditos equidistantes que resistís ahora y siempre al invasor, seguid intentando entender a todo el mundo y también practicar la crítica fuera de vuestras fronteras mentales pero también dentro, seguid manchándoos de dudas porque tanto partidismo y seguidismo ahoga y mata. Y después de todo no se sabe si al final Dios elegirá. Ni cómo.