La práctica totalidad de los políticos dicen defender políticas inclusivas para todo y para todos: movilidad inclusiva, turismo inclusivo, empleo inclusivo, educación inclusiva, etc. Si por políticas inclusivas se entiende la elaboración de leyes que defiendan la inclusión de todas las personas marginadas en la «corriente principal» (el mainstreaming inglés), no hay más remedio que admitir que en nuestro país se ha cumplido ese objetivo con creces. Sin embargo, si por políticas inclusivas se entiende la elaboración de normas jurídicas que impidan de forma contundente la existencia de guetos sociales, la única conclusión lógica es reconocer que queda mucho por hacer. Son múltiples los ejemplos que pueden citarse para demostrar esa contradicción. Sin embargo, por razones de espacio, me limitaré a mostrar solo unos pocos.

En nuestro país, las leyes permiten que sigan existiendo colegios especiales para cada tipo de discapacidad y colegios ordinarios en los que solo se acepta que estén escolarizados niños con algún tipo de discapacidad, o incluso centros que no admiten la escolarización de ningún niño con esas características. No es necesario ser un experto en el tema para darse cuenta de que a esas escuelas no se las debería denominar inclusivas. Las escuelas inclusivas, en sentido estricto, son aquellas que disponen de los medios técnicos y personales necesarios para que todos los niños, sean cuales fueren sus capacidades y procedencia cultural, puedan recibir una educación e instrucción personalizada en función de sus necesidades individuales. Cuando los colegios de un país disponen de esos recursos materiales y personales, las leyes que regulan la escolarización son las mismas para todos los alumnos. Por el contrario, cuando no reúnen esos requisitos (es decir, cuando no son inclusivos), la existencia de guetos escolares suele ser lo habitual. Lo verdaderamente vergonzoso es que los gobiernos pretendan dar gato por liebre a las familias, llamando inclusivos a los centros escolares que no lo son.

En el ámbito laboral, los guetos excluyentes son más escandalosos que en el escolar. Resulta sorprendente comprobar la escasa protección gubernamental al empleo normalizado con apoyo en las empresarias ordinarias, a pesar de que las investigaciones existentes sobre el tema han demostrado que esta modalidad de empleo inclusivo es muy beneficiosa, tanto para las personas discapacitadas como para la rentabilidad de las empresas. Para ello, es necesario que los gobiernos diseñen, aprueben y faciliten a las empresas de forma gratuita un sistema de apoyos, organizados de acuerdo con los estándares de calidad reconocidos internacionalmente, y que exista una legislación favorecedora de esa modalidad de empleo. Por el contrario abundan hasta la saciedad los centros especiales de empleo, organizados a modo de instituciones excluyentes, en las que solo se admiten trabajadores con un determinado tipo de discapacidad.

El caso más palmario de ese tipo de centros excluyentes de empleo es el modelo utilizado por la ONCE. No solo por prohibir a las personas que no padecen graves problemas visuales participar en la venta de los cupones de su particular lotería, sino también por ser un monopolio autorizado por el Estado. Un monopolio que le fue concedido a la Organización Nacional de Ciegos por la Junta Militar de Burgos, presidida por el general Franco, en plena guerra civil (13-12-1938). Es más que evidente que esa exclusividad va en contra de los más elementales principios del empleo inclusivo para las personas con discapacidad. Dado que el propósito de este artículo únicamente es mostrar la incoherencia entre el discurso gubernamental, defensor de las políticas inclusivas, y una praxis que promueve y apoya modelos excluyentes, no voy a entrar a dilucidad si es justa o injusta la existencia de ese monopolio hoy en día.

Otro ejemplo de la contradicción que supone la defensa retórica de la inclusión social de las personas discapacitadas y el apoyo práctico a modelos institucionales excluyentes es la existencia legal de asociaciones protectoras de niños y jóvenes con un tipo de discapacidad muy concreto. Al final del siglo diecinueve y comienzos del veinte, los médicos, pedagogos y psicólogos más abiertos y progresistas lucharon contra esa tendencia excluyente y consiguieron que la primera norma aprobada en España en favor de estas personas (el Real Decreto del 22-01-1910) integrara en el mismo Patronato a todos los tipos de discapacidades. Parece increíble que, después de un siglo y cuando lo políticamente correcto hoy es el discurso inclusivo, en el ámbito asociativo predominen los modelos monopolistas y excluyentes.

Me gustaría terminar este artículo presentando algunas experiencias laborales exitosas y muy rentables, en las que un mismo trabajo es compartido por dos o más personas con diferentes tipos de discapacidad, pero no dispongo de espacio. Los motivos por los que este tipo de experiencias sean casi inexistentes en nuestro país no son debidos a la gran dificultad que conlleva ponerlas en práctica. La causa real es debida a la hipocresía que implica defender de manera retórica políticas de inclusión social para esas personas, sin creer en los beneficios que reporta dicha inclusión paritaria. Esa hipocresía explica que se aprueben leyes más o menos inclusivas y que después los gobiernos no ofrezcan los recursos indispensables para convertirlas en realidad.

*Catedrático jubilado. Universidad de Zaragoza