La noticia de que Alberto Ruiz Gallardón disputará a Esperanza Aguirre el Congreso regional de su partido ha levantado la líbido de la opinión y puesto patas arriba al Partido Popular.

Desde la óptica oficial, desde el cogollito de Génova, el órdago de Gallardas se ha interpretado como un bofetón antes del duelo a pistola. De pronto, Albertito ha dejado de ser un prometedor adolescente de la política y se ha hecho mayor, y por ende malo. Donde antes se veía a un tribuno prometedor, a un alcalde carismático, se vislumbra ahora a un chantajista , a un traidorzuelo o trepa. La palabra "chantaje" la empleó doña Esperanza, tan fina y pitiminí ella, cuando Albertito, frunciendo esas cejas como escuadras, vino a decirle que el poder absoluto corrompe, y que ya estaba bien de ninguneos en la Comunidad madrileña.

Gallardón avisó hace unos días, en el Congreso nacional de entronización de Rajoy, cuando escaldó las conciencias con su apelación a la autocrítica. El alcalde de Madrid, si realmente estaba contra la guerra de Irak, pudo haber encabezado cualquiera de las muchas manifestaciones que entonces hubo, pero se quedó en su casa, o tomando el té en Alcaldía junto a su concejal de beneficencia, Ana Botella. Quiérese decir, como dirían en Andalucía, que el quillo tiene guasa, y es veleta.

Pero, al menos, muy de vez en cuando, Gallardón asume un papel más liberal, se tira un pegote, se pone una pluma. Rajoy, que no es tonto, ha visto cernirse su sombra de halcón sobre el cadáver político de Aznar, y le ha puesto el capuchón. Doña Esperanza, que lo mismo sirve para un roto que para un descosido, para un ministerio de Cultura o para presidir el Senado, ha sido designada para contener su ambición. Quieren a Gallardón, sí, pero domado, ocluido, leal. Esperancita querría para Madrid un Manzano más joven, pero igualmente folclórico y plano.

En Aragón, con distintos protagonistas, otra crisis está servida. Gustavo Alcalde, en principio, no se parece a Espe, aunque, frente a los revoltosos pupilos de Atarés, represente la continuidad de la vieja escuela. Atarés tampoco se parece a Gallardas , pero, en su línea, quisiera asumir algo así como una vía a la renovación, al centrismo, una catarsis o exfoliación de los polvos de Fraga y los barros de Aznar. Nada de eso, sin embargo, como no vimos a Gallardón marchando contra la guerra, intuimos cuando el personaje de Atarés era más visible al frente de la Alcaldía zaragozana.

Como ya ha sucedido con otros próceres de pálida memoria, cabría la freudiana posibilidad de que Atarés, derrotado en las últimas elecciones municipales y privado de esa muelle poltrona, no haya asumido su ex condición. Y que esa hamletiana duda, la de ser o no, le haya cegado a la hora de medir sus estrategias y pasos. Que haya pautado mal sus amagos y que ahora, cuando se acerca la hora de la verdad, tenga que echar el órdago no tanto por propia voluntad como por recurso.

Porque Madrid, Rajoy, no pactará con los díscolos. El que quiera peces que se remoje... lo más gallardamente posible.

*Escritor y periodista