Algo se movió en la economía, aunque sea levemente, después del ciclo desastroso marzo-junio provocado por la pandemia. Los datos de creación de empleo en julio (89.949 contratos nuevos), los mejores para este mes desde 1997, y el aumento de afiliados a la Seguridad Social (161.217) son un indicio al que hay que unir los más de dos millones de trabajadores que han dejado de estar sujetos a un ERTE --quedan 1,18 millones--, un dato que no se contabiliza en el seguimiento estadístico de la evolución del paro. A nadie puede tranquilizar que 3,7 millones de personas figuren inscritas en las oficinas de empleo, con especial afectación entre las mujeres y los jóvenes, pero algo es posible que empiece a cambiar. No hay duda de que las cifras de julio acumulan la firma de contratos, singularmente en el sector servicios, que en ejercicios anteriores se han repartido entre varios meses y que este año, debido a la paralización de la actividad, se han retrasado al mes pasado. Y que estos movimiento se produjeron antes del tremendo jarro de agua fría que ha supuesto la respuesta de los principales mercados emisores del turismo europeo a los rebrotes de la pandemia. Después de la caída del PIB conocida hace unos días --el 18,5% en el segundo trimestre-- y la entrada en recesión de España, la incógnita de cuál será el balance de agosto y las poco alentadoras previsiones para después de las vacaciones, mantener el impulso en la creación de empleo es un requisito indispensable para encarar el sendero de la recuperación. Es, con todo, una noticia alentadora que el empleo haya crecido en casi todas las comunidades: 675 nuevos contratos en Aragón. Es menos alentadora la calidad del empleo, mayoritariamente estacional y que está lejos de ser una garantía de continuidad cuando termine la temporada de verano. Es esa una debilidad estructural del mercado de trabajo español, agravada por la contracción de la economía y un futuro incierto.