No hace falta ser lingüista para percatarse de que la relación que las personas entablan con las palabras, en muchas ocasiones transcurre paralela a la que mantienen con el mundo en general. Pese a quien le pese, palabras como protesta, manifestación o justicia social se encuentran arraigadas y construidas en lo político, en lo más sentido y cercano, en lo cotidiano del día a día, donde se organiza la vida social. El término protestar, del latín protestari, es igual en euskera, gallego, catalán, aragonés, portugués (protestar) y mantiene una marcada similitud en inglés (to protest), francés (protester), italiano (protestare).

En rumano la raíz semántica del latín se mantiene, si bien, como los verbos en infinitivo llevan una «a» delante deviene en a protesta. Como se sabe, desde hace más de dos semanas en Rumanía la sociedad ha salido a la calle para protestar en contra del polémico decreto ley que pretendía despenalizar casos de sobornos, cohechos o conflictos de intereses cuyos daños fuesen inferiores a 44.000 euros. Tras haberlo logrado, la sociedad sigue manifestándose, exigiendo las evidentes responsabilidades políticas que el Ejecutivo del Partido Socialdemócrata (PSD) tiene.

Indignada, escandalizada y exasperadas son algunas de las palabras que mejor reflejan el estado de ánimo de gran parte de la ciudadanía rumana, algo que en esencia puede suponer un síntoma de salud moral. Y eso en un país en el que la corrupción está institucionalizada. Desde una perspectiva sociológica, la corrupción política genera un efecto devastador en las relaciones sociales y económicas y tiende a «justificar» patrones de comportamiento inmorales.

Sin embargo, cuando la sociedad protesta y reacciona exigiendo claridad, transparencia y justicia, nos recuerda que, por mucho que se empeñe la clase dirigente aferrada a un sistema del Homo homini lupus (el hombre es un lobo para el hombre) la corrupción no es obligatoria. En este sentido, al salir a la calle, la sociedad no privatiza sus intereses, desentendiéndose de la vida pública.

Las inflexiones y dilemas ético-políticos que trae el individualismo atroz se expanden en todas las sociedades como escenario del capitalismo global y en esencia, desde una perspectiva ética, se basan en premisas tan simples como perversas: «todos quieren tener por lo que el que más tiene es el mejor» y de ahí al «todo vale» cabe un pequeño paso. Pero no todos los caminos, por mucho que estos se quieran reducir, llegan al individualismo. A través de la protesta no solo se puede innovar y renovar la política, sino introducir discursos, ideas y mensajes, que permitan visibilizar los conflictos existentes Como decía Oscar Wilde, «el descontento puede ser el primer paso en el progreso de un hombre o una nación». Conforme a esta premisa podemos decir que en Rumanía la sociedad está progresando. Un largo recorrido tiene siempre su origen en un primer paso, la cuestión es no parar y dar un segundo, tercero, cuarto… Pero el poder no solo corrompe, sino que desenmascara. Basta observar como los medios internacionales tienden a obviar que partidos neoliberales están intentan capitalizar las movilizaciones. El interés habla todas las lenguas y desempeña todos los papeles, incluso el del desinteresado… y sí el neoliberalismo sabe de algo es de su propio interés.

La tendencia a que los partidos políticos y el Gobierno se sitúen en una posición puente en la que primen sus intereses y los de los poderes fácticos (económicos y mediáticos) más que su función de representación y defensa de la población que los ha elegido es evidente. Las movilizaciones sociales canalizan los descontentos para deslegitimar ciertas dinámicas de poder. Mediante las mismas la sociedad puede apropiarse de su discurso, rehaciendo el significado de las palabras, porque en esencia, somos hacedores de palabras, construidos y «deconstruidos» con ellas. Una realidad que contrasta con la devaluación de las mismas, algunas de las cuales como amor, solidaridad, libertad, verdad, valentía, lealtad, amistad, ética y derechos humanos... han sido vaciadas de contenido. Si en la Historia las palabras son a menudo más poderosas que las cosas y los hechos es porque todo comportamiento lingüístico supone una actuación. Por sí mismas, al margen del uso que se les dé en el habla, no constituyen cadenas del pensamiento, no restringen sino que suponen precisamente un instrumento del pensamiento y de la libertad. Pero basta con hojear obras clásicas como la novela de 1984 de George Orwell o Archipiélago Gulag de Alexander Solzhenitsyn para apreciar el maquillaje lingüístico al que en ocasiones la realidad ha sido sometida.

Por todo ello se hace imprescindible analizar los mecanismos básicos de dominación discursiva y así crear las condiciones para un cambio político y social que beneficie a todos. Este es el fin último del análisis crítico del discurso. Basta con acudir a la voz, la propia y la comunitaria, a la primera aprehensión del mundo a modo de una expresión de lo preverbal, para hacerse eco de una protesta, un aullido interno que en contra de cierta concepción sistemática y normativa de los discursos oficiales, desvela la mentira y la manipulación, los verdaderos parásitos del lenguaje. Ante la fuerza de la corrección política en el ámbito de la comunicación, tan sólo cabe el apoderamiento de la palabra, el diálogo y la escucha crítica, sin olvidar que todo lenguaje implica a dos sujetos: el que habla y el que oye… el que escribe y el que lee. Y es que en definitiva, tal y como nos recordaba Kafka, jugar con las palabras no es más que jugar con la vida, la propia y la ajena. H*Profesor asociado en la Universidad de Zaragoza y profesor de secundaria