Para referirse a la sociedad de su tiempo, aunque ya venía de mucho antes y hasta hoy llega, Walter Benjamin hablaba del «vendaval llamado progreso». Tiempo después Bauman dedicó buena parte de su obra a tratar de entender y explicar ese vendaval de progreso y modernidad y para ello se fijó como uno de sus objetivos extraer las conclusiones de la derrota de la Modernidad contra la ambivalencia, aunque paradójicamente fuese ella misma la que continuase generando las ambivalencias que pretendía eliminar. A mi juicio, no es que estemos rodeados de ambivalencias, es que lo somos. Somos intrínsecamente seres ambivalentes que realizan conductas, emiten opiniones y desarrollan teorías que también lo son. Sospecho que esa condición nuestra sea utilizada como coartada y excusa para desenvolver un variadísimo tipo de acciones: reprobables, inocuas, loables… todas están a nuestro alcance y lo más sorprendente del ser humano es que puede realizarlas todas a un tiempo. Él decide y en su decisión se conjugan motivaciones previsibles, calculadas, insospechadas, sorprendentes, desinteresadas … Y aunque Bauman reservaba para el filósofo la dificilísima tarea de decidir entre lo verdadero y lo falso, lo correcto y lo incorrecto, en mi opinión, cualquiera puede discernir el bien del mal pues no es preciso ser docto para ser bueno. Hago mío el parecer de Victor Hugo cuando dijo: «Es cosa fácil ser bueno, lo difícil es ser justo».

Podría llegar a pensarse, llevados por la entrega que la admiración produce, que esa ambivalencia no afecta a los más grandes pensadores, escritores, políticos, artistas, científicos… pero no, no se escapa fácilmente de la condición que somos. Pienso ahora en el ejemplo de Tolstoi: ¿quién no lo conoce?, ¿quién no lo ha leído o ha visto adaptaciones de sus obras en el teatro o el cine?, ¿quién ignora que su influencia literaria ha sido enorme o que la repercusión de algunos de sus ideales y principios como el de la no violencia activa llegó incluso a Gandhi y Martin Luther King? Y sin embargo, ese mismo gran hombre y autor, Tolstoi, escribió un librito: La sonata a Kreutzer cuyo título toma prestado de una composición homónima de Beethoven, en el que el protagonista, preso de los celos, acaba asesinando a su mujer. Dada la mencionada fe de Tolstoi en la paz y su firme rechazo a las guerras, quienes desconozcan el relato podrían pensar que el insigne ruso hace un alegato en contra de la terrible violencia que el esposo inflige a la esposa, sin embargo no es así. Carente de toda crítica política a la que pudiera adjudicarse la inmediata censura decretada en Rusia, la prohibición de que ni siquiera fuera publicada por fragmentos en EE UU o la reprobación directa de Theodore Roosevelt apuntan a otras causas. Basada, en opinión de algunos expertos en la vida privada del autor, es una historia que he estado tentada de abandonar por lo despectivo y ofensivo de sus consideraciones hacia la mujer. En varias ocasiones la he dejado pero, sobrepuesta, he vuelto a ella hasta finalizarla. Sin embargo todavía sigo contrariada porque la ambivalencia fuese tan fuerte en Tolstoi y porque pese a su gran intelecto y maestría no supiese distinguir el bien del mal. Sirva para hacerme más consciente aún de que esa actitud de vergonzosa pertenencia que sobre la mujer algunos practican, avalan, defienden o cobardemente ignoran tiene raíces muy viejas. Sirva para mostrar hoy aquí mi repulsa y protesta. H *Universidad de Zaragoza