En su artículo Psicopatía y liderazgo, los psicópatas que nos gobiernan, el psicólogo mejicano Eduardo Estrada Loyo nos dice que el periodista norteamericano Jon Ronson ha descubierto -en un test para la detección de la psicopatía, elaborado por el psicólogo de la University of British Columbia, Robert Hare y diseñado para detectar rasgos psicopáticos en los delincuentes pertinaces y en los asesinos en serie- que muchos psicópatas conviven con nosotros y lo hacen, además, con gran éxito. Dicha prueba se basa en la escala PCL Psichopaty Checklist del propio Hare, la cual arrojó sorprendentes resultados cuando se aplicó a políticos, responsables de corporaciones y altos ejecutivos.

Con los resultados de dicho test, Ronson escribió un libro: A Psychopath Test (El test del psicópata), en el que afirma que «el capitalismo, en su expresión más despiadada, es una manifestación de psicopatía», y agrega que lo sucedido en la última crisis bancaria fue resultado de una especie de capitalismo moldeado por una élite de psicópatas; «los psicópatas que medran en el mercado de valores no son tan malos como sus colegas penitenciarios y asesinos seriales»; por lo que Hare le replica que: «los asesinos seriales arruinan familias. Los psicópatas corporativos, políticos y religiosos, arruinan economías, sociedades y países enteros»… «carecen de conciencia y empatía, es decir, son incapaces de ponerse en los zapatos del otro, toman lo que quieren y hacen lo que les place, violando las normas sociales sin culpa o remordimiento alguno, faltándoles las cualidades que les permiten a las personas vivir en armonía con sus semejantes».

Tal definición de psicópata se le puede aplicar con total propiedad a Donald Trump. ¡Cuánto daño es capaz de generar a sus semejantes!

Su pretensión por dilapidar el programa Obamacare para dejar a millones de sus conciudadanos sin atención sanitaria, aduciendo que es costoso, lo que no le ha impedido aprobar unas extraordinarias rebajas fiscales a las grandes empresas. Sus políticas contra los inmigrantes, ordenando la construcción de un muro en la frontera con México, además de insultar a los provenientes de países africanos, de Haití y El Salvador, a los que califica «países de mierda». Tras tantas luchas reivindicativas por los derechos civiles y políticos de las minorías y de los olvidados -representadas por Rosa Parks o Martin Luther King-, este energúmeno retorna el odio racial y el desprecio por los otros, los que tienen otro color de piel u otras características. Su retirada del Acuerdo de París sobre cambio climático para satisfacer a las grandes transnacionales energéticas. Su actuación provocativa de reconocer a Jerusalén como capital del Estado judío, sin importarle la reactivación del conflicto palestino.

Este individuo que rivaliza con el dirigente norcoreano y que según el libro Fuego y furia, de Michael Wolff, se asustó por haber ganado las elecciones, ha tirado sus letales excrementos hacia todas partes. ¿Qué puede esperarse de un sujeto que declaró que tenía el «pene suficientemente grande para asumir la Presidencia»? Es un especialista en la promoción de la estupidez a través de realities y de la desechable «cultura del espectáculo».

Según Naomi Klein en su libro Decir NO no basta. Contra las nuevas políticas del shock por el mundo que queremos, su dominio del género del espectáculo televisivo, fue clave para la construcción de su imperio empresarial y su llegada a la Casa Blanca. Está aplicando las mismas habilidades que mostró en un programa televisivo The Aprentice, la creencia de cortar, montar y tergiversar la realidad para encajarla en un guion con el objetivo de magnificar su figura para transformar los Estados Unidos y todo el mundo.

Estremece el desprecio a la ética mostrado en ese programa, cuyo tema explícito era la carrera por la supervivencia en esta jungla del capitalismo actual. El primer episodio se iniciaba con un plano de un sin techo durmiendo en la calle; es decir, un perdedor. A continuación aparecía Trump en una limusina, todo un símbolo del ganador por excelencia. No había la menor ambigüedad en el mensaje: puedes ser el tío tirado en la acera o Trump. A eso se reducía el sádico drama del programa: juega tus cartas bien y sé el ganador afortunado o el humillado que después de abroncarte tu jefe te despide sin contemplaciones. Era toda una cultura: tras décadas de despidos colectivos, implantación de la precariedad y de degradación de las condiciones de vida, Mark Burnett, el productor del programa, y Trump daban el golpe de gracia: la conversión del despido en un entretenimiento para el público.

El programa divulgaba el triunfo del libre mercado, instando al público a ser egoísta e implacable, y así, serían héroes, de los que crean puestos de trabajo y potencian el crecimiento. No seas buena persona, sé un cabronazo.

En temporadas posteriores, la crueldad del programa se incrementaba. El equipo ganador vivía en una lujosa mansión, sorbiendo champán en tumbonas en una piscina, y llevado en limusina a conocer a famosos. Al perdedor lo expulsaban a unas tiendas de campaña en el patio trasero, el «cámping de Trump». Este los llamaba «los pelaos», viviendo sin luz, comiendo en platos de cartón, durmiendo con aullidos de perros de fondo y espiando a través de un seto las maravillas de los «montaos».

*Profesor de instituto