En el bochinche catalán, ambas partes (nacionalistas centrífugos y centrípetos) se acusan mutuamente de antidemocraticos. Y así, como ocurre con el «y tú más» cuando de corrupción se habla, unos y otros justifican sus miserias exhibiendo las miserias ajenas. Cargados de razón, por supuesto. Porque Rajoy y Sáenz de Santamaría dicen verdad al clamar contra los atropellos que los soberanistas vienen perpetrando en el Parlament: ignorando a la oposición (que recibió en las últimas elecciones más votos que los secesionistas), vulnerando el reglamento, acelerando los tiempos hasta límites inaceptables, desdeñando toda condición elemental para una consulta cuyos resultados podrían ser irreversibles... Pero entonces Puigdemont y su tropa recuerdan cómo se reformó la sacrosanta Constitución española (artículo 155), casi a traición. O la ley Mordaza. O el sabotaje que sufrió la última reforma del Estatut. Estamos ante dos bandos políticos perfectamente deslegitimados, cuyo único asidero es la patria, el himno y la bandera de cada cual.

En esta jugada perversa, repleta de argumentarios negativos, Esquerra cuenta con convertirse (pase lo que pase) en la fuerza absolutamente hegemónica en Cataluña. El PP anticipa en paralelo las ventajas electorales que le reportará el tremendo follón, y Ciudadanos se relame. Por el contrario, las izquierdas, jugando en campo contrario, van a perder sí o sí. Tanto si se ponen de frente como si se ponen de perfil. El PSOE ha terminado alineándose con el Gobierno conservador. Podemos saldrá muy mal parado del envite, fracturado, descolocado y con su posición intermedia desbordada por la realidad impuesta. La CUP se desdibujará más temprano que tarde, con independencia o sin ella. IU apenas se deja ver. De pena.

De pena... para los españoles y catalanes de a pie. Adiós (tanto aquí como allá) a la división de poderes, al diálogo razonable, a la neutralidad de los medios informativos públicos (alucinante el respectivo papel de TVE y TV3), al juego limpio. Eso sí, a nadie le faltan razones.