Recientemente» el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia publicó el informe «Una travesía mortal para los niños: La ruta de la migración del Mediterráneo central». Los datos son conocidos: 25.846 de los 28.223 menores que lograron llegar a Italia no estaban acompañados. La palabra datos proviene del latín «datum» cuyo significado es «lo que se da». Los datos son la representación simbólica, bien sea mediante números o letras de una recopilación de información con el fin de facilitar la deducción de una investigación o un hecho. Los hechos exigen un afilado sentido crítico cautela en la inferencia, pero, al mismo tiempo, agudeza para recuperar los datos, contextualizarlos y así ayudar a comprender la realidad de los mismos. En este caso los datos hablan de niños y niñas, vidas truncadas en la infancia -la más bella de las estaciones- cuyas familias han tenido que endeudarse para que puedan emprender un viaje de abusos, secuestros y trata. Pero estos datos ya no son tan recientes… la noticia «que se da» hoy, mañana será pasado. La velocidad reprime la comprensión del mundo, lo circunvala con rapidez para evitar caer al agujero que copa el centro, la reflexión, la pausa que anida en el interior, desde donde se mira hacia afuera, lento, despacio, para así reconocer, asimilar y compartir un espacio habitado, una realidad compartida. Si no, los datos, nos recuerda la Señora Tautología, son solo eso, datos, cifras, números deshumanizados dispuestos a ser empujados por el precipicio del olvido conforme dejan de leerse. La desconfianza, o peor aún, el menosprecio, de algunas personas hacia los datos se explica posiblemente por dos causas: primera, la falta de análisis, la ausencia de reflexión metódica sobre los mismos, segunda, la incapacidad de entender el conjunto de la población como algo agregado. Encerrados en nuestro atroz individualismo dejamos afuera, obviamos toda comprensión participativa. Dicho de otra forma, los datos no sirven para pagar la hipoteca, el café del medio día o nuestras merecidas vacaciones.

Nuestra sociedad evita corporificar la idea de un ser colectivo, un sujeto histórico que puebla, es decir, ocupa áreas físicas y se multiplica, más allá de cualquier identidad nacional a la que creamos pertenecer. Coja por ejemplo todas las personas de Caspe, Binéfar y Borja (según el IAEST a 1 de enero del 2016 tienen 9.885, 9.456 y 5.057 respectivamente), transfórmelas por arte de birlibirloque en niños y niñas y oblíguelas a desplazarse en las peores condiciones posibles por mar y tierra, sabiendo que muchos de ellos sufrirán abusos y agresiones sexuales, para obtener su recompensa: un muro sin puertas. Sí, estoy de acuerdo, este ejercicio de imaginación es inútil,… al fin y al cabo estas cosas no ocurren, o al menos no aquí, en mi casa, mi familia, mi yo conmigo mismo, mi náusea, mi hueco, mi vacío. Piense si no en quién conoce usted que dejaría que su hijo menor de edad se fuera solo de travesía, para estar, pongamos por ejemplo, una semana en París. En fin, ande yo caliente, y muérase la gente. Con lo preocupados que estamos en pensar en nuestras vidas para dedicar a los demás el menor pensamiento. ¿Y para qué? Ellos están lejos y nosotros, los que de verdad importamos, estamos en el centro, en el interior, no en la periferia sino aquí, cerca, al lado del precipicio moral al que nos conduce el individualismo. Ese nuevo colonialismo que anida nuestros comportamientos sociales y costumbres. La crisis de la subjetividad ha dejado que muera la otredad, qué digo dejado, la ha asesinado y la ha reemplazado por la idea de que solo se mejora a través del enriquecimiento personal y no mediante la acción colectiva. Somos egoístas, está claro, quizá no en la teoría, pero sin duda sí en la práctica. Nuestro mundo empieza y acaba en nuestro ombligo, ese mismo que en su origen nos recordaba que somos parte de un todo, un cordón umbilical que ahora hemos convertido en nada: nuestra querida y preciada nada. Por tanto ya lo sabe, tapie su casa, sus ventanas, que no entre nadie, no tenga miedo a aislarse, probablemente ya se haya convertido en una isla entre tantas y forme parte de los archipiélagos que poblamos este individualista mundo neoliberal del capital. Y ahora olvídese de cualquier información, cualquier mensaje de SOS que le llegue encerrado en botella ajena. Mejor póngase al calor de un buen fuego y amenice la velada con una conversación sobre ese discurso tan manido que nos empeñaos en vaciar de contenido: los derechos humanos. No, no los utilice para alimentar el fuego, no arden muy bien, ya sabe que para nosotros son sólo papel mojado. ¿Y los demás? Que se quemen sus casas, sus vidas y sus sueños si con eso conseguimos freírnos un huevo… Y esto más que un dato, por desgracia parece ser un hecho.

PD: Si usted es piojo en corbata ajena y se ha tomado su tiempo para pensar y se ha percatado de que en los números barajados me he dejado 1448 niños y niñas y no cree que solo sean datos, sino personas, le recomiendo que aproveche para juntar esas piezas de puzle, pegarlas y mirarlas por un rato. Yo lo hice al comenzar este artículo y ahora al final del mismo, me devuelven mi más terrible reflejo. Ya lo decía Pío Baroja, «cuando el hombre se mira mucho a sí mismo, llega a no saber cuál es su cara y cuál es su careta». Pero no, no tiene por qué creerme sólo porque yo se lo diga, ni siquiera un espejo muestra a quien no queremos ver… y si no mírese y véalo usted mismo. Qué mejor espejo que los muros y las vallas que más que proteger aíslan… y si no, lo dicho, aquí estamos todos, friéndonos un huevo.

*Profesor asociado de la Universidad de Zaragoza y de secundaria