Tras cuatro años de crecimiento del PIB, en los últimos meses el Gobierno español recibe buenas noticias un día sí y otro también. El Banco de España, la Comisión Europea y el Fondo Monetario Internacional revisan al alza sus previsiones de crecimiento para el 2018 y las agencias de rating se suman a la fiesta. Recientemente, Fitch y S&P han mejorado nuestra cualificación y la pasada semana lo hizo Moody’s, que considera que los riesgos que planteaba el proceso catalán se han reducido sustancialmente.

¿El mejor de los mundos posibles? Para el Gobierno de Rajoy, a escasamente un año de las elecciones, por descontado que sí. Pero, ¿y para nosotros? Ahí las respuestas son menos evidentes. Porque crecer, crecemos. Pero, a pesar de la muy notable mejora de uno de nuestros talones de Aquiles, el saldo exterior, continuamos con carencias que amenazan el bienestar futuro. En particular, el bajo crecimiento de la productividad del trabajo. Y aunque ahora, en orden a reducir las elevadas tasas de paro, convenga un crecimiento basado en la ocupación, no podemos olvidar que la única forma de aumentar el bienestar en el medio y largo plazo, es decir, el PIB por habitante, es con incrementos de la productividad.

Su cambio depende de cuánto trabajo y capital (y de qué calidad) añadan a la producción las empresas. Aunque resta una parte que no se explica ni por cambios en el volumen y la calidad trabajo ni del capital y que refleja los cambios organizativos, técnicos y de otro tipo que también influenyen su crecimiento.

¿Cuál ha sido la dinámica de esos factores los últimos años? En lo tocante al trabajo, entre finales del 2014 y del 2017, el empleo ha aumentado cerca del 11% frente al 12,6% del PIB real. Ello sitúa el incremento de la productividad por trabajador en un escaso 0,5%. ¿Preocupante? Por descontado. Pero lo es más si se retiene que tan importante como la cantidad de trabajo lo es su calidad. Y ahí tenemos enormes lagunas denunciadas sistemáticamente por las instituciones internacionales.

La inadecuación de la educación no obligatoria a los requerimientos productivos, el bajo peso de la formación profesional, el excesivo número de graduados en titulaciones de humanidades y sociales o la distancia que separa las universidades de las empresas son ejemplos gastados de tanto citarlos. Pero no por ello, son menos ciertos.

Por lo que se refiere a la dotación de capital, ahí la crisis ha hecho estragos. Ya en la fase de crecimiento anterior, se desviaron enormes recursos a un sector, el de la construcción residencial, que no aumentaba la capacidad productiva del país. Pero lo sucedido con la doble recesión y la recuperación posterior dista mucho de ser lo que necesitamos: la caída de la inversión productiva primero, y su contenida recuperación posterior, apuntan a que falta todavía mucho camino para dotar a las empresas, y al país, de la inversión precisa.

Y, por lo que se refiere a la inversión pública en infraestructuras, ya saben: al Gobierno le preocupa más conectar el tren de alta velocidad desde Madrid a todas las capitales de provincia que desarrollar proyectos que aumenten la eficiencia y la productividad del país, como es el tantas veces demandado corredor mediterráneo.

Finalmente, resta la productividad total (la PTF), que resume un amplio conjunto de aspectos que afectan indirectamente la productividad del trabajo: la organización empresarial, el clima más o menos proclive a la eficiencia, el efecto indirecto de las infraestructuras públicas y privadas y, en particular, la mejora tecnológica. Ahí las consecuencias de la crisis han sido, y continúan siendo, nefastas, como muestra la caída del gasto público y privado en I&D: España se sitúa a la cola en Europa, con escasamente un 1% del PIB destinado a estas actividades críticas.

En lo tocante a este aspecto tenemos enormes problemas. Tantos que el Banco Central Europeo acaba de mostrar como la falta de convergencia en renta por habitante entre España y los países más avanzados en los últimos 20 años se ha debido, fundamentalmente, al mal comportamiento de la PTF.

Mal asunto para el futuro: la productividad avanza poco y, además, lo hace por el peor de los motivos, por el nulo aumento de la PTF. En suma, mantenemos la misma distancia de renta con Alemania que la que teníamos antes del euro. Bien está que hoy celebremos que Moody’s nos ha elevado el rating. Y que el Gobierno se ponga medallas por el fuerte aumento del PIB y del empleo. Pero no nos dejemos engañar: lo que hay que conquistar, más que el presente, es el futuro. Y ahí los nubarrones se acumulan.

*Catedrático de Economía Aplicada