Día a día, aun con paso lento pero al menos seguro, se constata un incremento de la sensibilidad medioambiental, sobre todo por parte de las nuevas generaciones. En efecto, son los muy jóvenes quienes se sienten más proclives a implicarse en una eficaz defensa del entorno, y lo vienen haciendo desde muy niños, producto de una educación que nace en el seno familiar y se forja durante la enseñanza primaria. Esos maravillosos huertos escolares no se limitan a rendir hortalizas y frutos tangibles, sino que también madura en ellos la conciencia ecológica de quienes mañana habrán de defender el futuro del planeta, al tiempo que en los entrañables campamentos estivales los niños establecen un contacto con la naturaleza que alimenta el respeto por un espacio común. Pero mientras estos paladines en ciernes adquieren la voluntad y el vigor necesario para ejercer su trascendental misión, hemos de ser sus mayores los responsables de legarles un hábitat donde la vida sea todavía posible. La Tierra no espera; tampoco lo hacen las amenazas graves y omnipresentes que nos acechan, incluso con carácter inmediato, y que demandan un remedio también inaplazable.

Mientras los contenedores de reciclaje se encuentran cotidianamente desbordados, el color verde deviene reconocido símbolo de vida y los espacios protegidos crecen por doquier, no faltan señales que promueven un tenue y volátil optimismo. Pero, en la otra cara de la moneda, resaltan apremiantes y pavorosas las noticias adversas que advierten de una degradación letal del medio ambiente, quizá ya muy difícil de neutralizar, si bien resulta arduo acceder a una información veraz y contrastada, libre de intereses tendenciosos. En todo caso, si la educación ambiental es importante e insoslayable, la acción inmediata todavía lo es más. *Escritora