Un sistema educativo que renuncia a la excelencia es un sistema que no cumple los objetivos que la sociedad le asigna: la formación integral de los ciudadanos y su adiestramiento para incorporarse en su momento al mercado de trabajo. El Estado --es decir, todos los contribuyentes-- invierte grandes sumas de dinero en formación porque asume que se trata de uno de los pilares básicos de nuestro sistema de bienestar y de uno de los principales motores de progreso en un país moderno.

La Administración pública ha realizado a lo largo de la transición una tarea ingente en materia educativa.

Generalizar la enseñanza y la formación profesional gratuitas es un avance de una importancia que está más allá de toda ponderación. Y, en muy buena medida, son políticas impulsadas por gobiernos socialistas las que lo hicieron posible. Buenas políticas. Políticas bien enfocadas en lo fundamental --la generalización del acceso a la enseñanza-- pero necesitadas de correcciones.

Porque un sistema escolar que no prima el esfuerzo personal y que descuida los estándares de calidad académicos no sólo es socialmente ineficiente, es tan injusto como el viejo modelo discriminatorio. Docentes, alumnos y gobernantes conocen las claves del problema. En bien del país, sería bueno que todos ellos sacasen el debate de la calle y lo llevasen al terreno del sosiego y la reflexión.

Porque los efectos de una educación de segunda categoría se notarán demasiado tarde.

*Periodista