Educar para la convivencia es también dejar hablar a la Iglesia y escucharla, ¿o habrá que decir mejor a los cristianos? En modo alguno es dejar hablar sólo a los cristianos, o a la Iglesia, y menos aún dejar que esta imponga su doctrina. No es barrer de la vida pública la presencia de las convicciones privadas, es barrer la intolerancia. Tampoco es hablar sobre todo sin escuchar a nadie. Por ejemplo, hablar sobre lo divino y lo humano desde una indiferencia laica que no se deje interpelar por ninguna fe religiosa o desde el dogmatismo de una iglesia que hable sobre todo el mundo sin hablar con nadie de este mundo. Educar para la convivencia es educar para el diálogo. Y esto hay que hacerlo, también, en la escuela.

Hay una tolerancia mínima que parece más bien desentenderse del otro y aún de todos los otros. En efecto se dice a veces que alguien es tolerante cuando deja hablar y vivir a los demás, aunque no le importe nada la opinión y la conducta de ellos siempre que él pueda hacer y pensar lo que quiera. En una sociedad en la que se respete esa tolerancia mínima, los ciudadanos se bastan y sobran para guardar las distancias sin molestarse los unos a los otros. Cada uno es muy dueño de hacer de su capa un sayo y de recluirse en su casa y en su conciencia, con sus dioses y sus creencias si todavía las tiene; pero esto no basta para convivir, para aproximarse los unos a los otros y construir con todos una casa común.

En una sociedad así de tolerante se consiente que el místico y el idiota se desentiendan del mundo y de la historia: el uno para engolfarse en Dios más allá de todo discurso y dedicarse al ocio de la contemplación pasiva, y el otro para enfrascarse en su negocio y ordenar su actividad privada de la manera más «racional» para su egoísmo. Para ninguno de estos dos tipos ideales, considerados en estado puro, es un problema serio entenderse con otros. El místico que consiga aislarse del mundo no necesita entenderse con los seres humanos y , para él, todas las palabras son ruido. Mientras que el hombre de negocios que se dedique por entero a los suyos es capaz aún de tratar con todos sin entenderse con nadie sobre el sentido de la vida, la concepción del universo y otras monsergas filosóficas, políticas, morales o religiosas que no vienen al caso en el mercado sin puedan evitarse en el mundo de la vida.

Al acercarnos a nuestros semejantes, es decir, a los otros seres humanos para convivir con ellos, no podemos eludir ya el problema de construir nuestro mundo y de entendernos sobre lo justo y lo injusto con la palabra, en un diálogo abierto del que a nadie se excluya, en una comunicación universal orientada al entendimiento y a la solidaridad humana. Para ello se requiere, no ya una tolerancia mínima u ordinaria, sino una tolerancia verdaderamente extraordinaria. Porque sólo el que es tolerante en grado sumo está dispuesto a dialogar con todos y es capaz de ponerse en el lugar del otro, no para ocupar su lugar o desplazarlo, sino para entender con él lo que dice y lo que hace. Tampoco para escapar de sí mismo y refugiarse en las convicciones del otro o para someterse a sus opiniones, sino para ganar horizonte en un nosotros más amplio, viviendo siempre en relación. Para ascender con él hacia una humanidad sin fronteras en la que se salven las diferencias. La tolerancia extraordinaria, como el diálogo, acontece siempre en relación con otros: en la cercanía, en la vecindad, en la comunicación ciudadana y humana en general, dentro de nuestro mundo y nunca en la distancia como si viviéramos en mundos separados.

Los que tienen aún moral para mantener abierto un diálogo con todos, han de demostrar esa misma fuerza moral para defenderlo contra la intolerancia. Porque los que tienen sólo una tolerancia mínima, no lo van a hacer: esa tolerancia mínima u ordinaria, la del individuo que no se mete con nadie, tolera hasta lo intolerable si no se meten con él. Por eso, cuando se habla de la educación en valores o de la educación para la convivencia hay que hablar de una tolerancia extraordinaria. De aquella que mantiene abierto el diálogo con todos y es intransigente con todos los que lo cierran. Con todos, sean laicos o no.