El pasado mes de julio, EEUU conmemoró el 50° aniversario de la ley de derechos civiles que puso fin a la discriminación basada en la raza, el color, la religión, el sexo o el origen nacional, pero cuyo principal objetivo era el fin de la vergonzante segregación a la que históricamente había sido sometida la población negra. La llegada de un afroamericano a la Casa Blanca parecía indicar que el abismo racial había desaparecido. Sin embargo, la muerte de un joven negro de 18 años, desarmado, con los brazos en alto, en medio de la calle y a plena luz del día, abatido por un policía blanco, así como las reacciones posteriores de la población y del propio cuerpo policial han demostrado hasta qué punto la división racial sigue siendo una pesada lacra de la democracia norteamericana. En Ferguson, (Misuri), hay una estructura de poder blanca cuando el 67% de la población es negra. Esta mayoría está representada en el ayuntamiento con un solo concejal, y en la policía, con el 6% de la fuerza. Ferguson no es un caso único o raro. El caso raro parece ser Obama: muchos creían que con él en la Casa Blanca esto no sucedería, pero no es así.