La naturaleza, más que en equilibrio y en armonía, está en cambio continuo, ajustándose como puede a las nuevas condiciones ambientales que van sucediéndose a lo largo del tiempo. Y los cambios más notables que están ocurriendo en la actualidad los provocan el cambio climático y el cambio de usos del suelo tras el despoblamiento rural. Nuestros antepasados transformaron drásticamente los paisajes para sacar provecho de ellos. Muchos bosques fueron convertidos en cultivos, otros en pastizales y en otros se favorecieron las especies madereras o las más aptas para dar leñas y carbón vegetal, en detrimento de su diversidad. Se secaron humedales. Se aterrazaron laderas. Se extinguieron las alimañas. Se extendieron las estepas y se crearon agroecosistemas. Esos paisajes modificados suministraron combustible, materias primas y recursos en general a muchas generaciones de aragoneses, en unos casos de forma sostenible y en otros no tanto. Aquella sociedad tradicional desapareció, los pueblos se han vaciado y la actividad económica ha cambiado drásticamente. Tenemos una percepción negativa del despoblamiento por el sufrimiento humano que conlleva, las señas de identidad perdidas y no bien reemplazadas, y por sus adversas consecuencias territoriales. Y, en esa línea, se habla también del «negativo impacto ambiental» del despoblamiento rural: incendios forestales, pérdida de diversidad. Veamos con cierto detenimiento esta cuestión.

De los tres grandes escenarios del territorio -urbes, agro y monte- los medios agrarios, cada vez más intensificados y tecnificados, están experimentando un declive acusadísimo de la biodiversidad -las abejas, las aves- y son fuente principal de gases invernadero y de contaminación de las aguas por abonos químicos y pesticidas. Sin duda su gran reto es producir alimentos sin poner en riesgo otros bienes y servicios básicos para la sociedad. El monte, por su parte, recibe los impactos de las urbes y del agro, cómo no: embalses, urbanización, minería, parques eólicos… Sin embargo, el cambio de usos tras el despoblamiento está dando lugar a un fenómeno fascinante: la recuperación de los bosques, matorrales, de la fauna: el asilvestramiento del monte, el rewilding. Han desaparecido muchos ganados del monte, se han abandonado cultivos en terrazas, se dejó de producir carbón vegetal en los años 50. Así que el matorral y el bosque vuelven a ocupar su espacio en pastizales y bancales, rebrotan los carrascales y robledales y se expanden el jabalí, la cabra montesa, el corzo. Y el lobo. Es reconfortante comprobar el vigor de la naturaleza, su capacidad de recuperación tras siglos de explotación. No obstante, el asilvestramiento presenta algunas disfunciones que es preciso gestionar, como el aumento del riesgo de incendios, el descenso de caudales de los ríos y acuíferos, la vulnerabilidad frente a las sequías de los tallares de encinas y robledales, la merma de hábitats esteparios y la pérdida de algunos agroecosistemas que necesitan del manejo tradicional, como los bosques de chopo cabecero. Y es justamente esa gestión imprescindible que necesitan nuestros montes, una de las actividades que podría contribuir a dinamizar social y económicamente el medio rural. Porque los montes nos dan el agua que consumimos, nos protegen de las crecidas e inundaciones, regulan el clima y controlan las plagas, mejoran la calidad del aire que respiramos, proporcionan las señas de identidad de las gentes, son la base del turismo, guardan la biodiversidad: despensa de medicinas y materiales, garantizan la polinización de numerosos cultivos y … miles de cosas más, imprescindibles para nuestra supervivencia y bienestar.

Si el medio rural fuera consciente de todos los servicios ecosistémicos que aporta al conjunto de la sociedad ¡cómo mejoraría su autoestima y cómo podría mirar a los ojos al medio urbano, sin complejos, consciente de que este aporta avances sociales y tecnológicos, pero ellos el soporte natural de la sociedad, los cimientos de todo! A finales de julio en la Universidad de Verano de Teruel reflexionaremos sobre estas cuestiones.

*Profesor de Ecología.

Universidad de Zaragoza