Déjenme que siga con la matraca, porque este conflicto, el del taxi, resume tan bien las contradicciones intrínsecas a las benditas Españas que uno asiste fascinado al espectáculo de una huelga (salvaje, ¿no?) donde nada es lo que parece.

Les dije que resultaba inaudita semejante defensa de una actividad tan absolutamente regulada y protegida de toda competencia por parte de gentes que a menudo se sitúan en las filas del ultraliberalismo. O el hecho de que los partidos más proclives a consagrar el orden público como deber absoluto no hayan puesto el grito en el cielo ante el bloqueo de calles y avenidas, los piquetes violentos y la inexistencia de unos verdaderos servicios mínimos.

Pero hay más, mucho más. Resulta que ahora Ciudadanos se enfrenta a los taxistas, no en nombre del libre mercado (que sería lo suyo) sino para impedir que el control administrativo del sector sea competencia exclusiva de las comunidades autónomas y los municipios. En cambio, Podemos se ha convertido en el mayor defensor político de los aguerridos taxistas, a despecho de que la mayoría de estos jamás hayan votado ni piensen votar a los de Iglesias. Ayer escuché a un portavoz podemista secundar con mucho ánimo las reivindicaciones del taxi y alentar su movilización contra la llegada de supuestos monopolios extranjeros. Aunque, claro, estamos ante un servicio público dudoso, completamente privatizado, cuyos adjudicatarios funcionan como les place, determinan su propia regulación (contingentes, tarifas, etcétera) y encima han convertido sus licencias en un bien propio sujeto a reventa.

De locos, ya les digo. Al ministro de Fomento le ha caído este follón sin comerlo ni beberlo y ahora tendrá que digerirlo no se sabe cómo. El PP pide explicaciones, como si nada tuviese que ver. ¡Ah!, y la Generalitat, tan celosa siempre de sus cosas y su República, tiene Barcelona patas arriba (allí empezó el lío) sin apenas darse por enterada salvo para pedir calma y buen rollo. ¿Y el prurito soberanista, dónde queda?

Somos la paradoja andante.