En los últimos días, viene siendo noticia la proliferación de gestos y actitudes fascistas en el seno del PP, especialmente entre sus juventudes, pero no solo. Brazos en alto con mirada estúpida, escudos del aguilucho sobre la bandera patria, defensa de un monumento a Primo de Rivera en Granada, son las últimas perlas de un partido que, aunque declara con la boca pequeña su ruptura con el pasado y utilice el adjetivo fascista como instrumento de descalificación, conserva una mirada cómplice con el franquismo. El PP se siente heredero de un régimen al que nunca ha condenado y cuyo recuerdo, en forma de símbolos, se esfuerza en mantener.

Podría decir que mis vacaciones han sido un recorrido por las geografías de un fascismo que nunca se fue. La belleza de Cantabria queda empañada por el constante recuerdo de que, en 1939, media España humilló a la otra media. Calles con nombres de criminales fascistas, iglesias que conservan en sus fachadas la memoria de los caídos por Dios y por España, incluso, en plena zona turística de Santander, un monumento a la división navarra que liberó la ciudad en 1937. Es decir, una verdadera vergüenza. No creo que sea el único español que siente indignación porque los fascistas y su Iglesia le sigan recordando que le derrotaron en la Guerra Civil. La misma sensación se reprodujo en Cuenca, donde la catedral conserva el homenaje a José Antonio y los caídos sobre abundante parafernalia de yugos y flechas. Ciertamente, no hace falta irse fuera de Aragón para encontrar estos despropósitos. En Caspe seguía el homenaje a los caídos en la iglesia hace un par de años y en el Pilar, la Iglesia, esa institución de amor fraterno, todavía nos recuerda, en un lateral del coro, que la patria fue liberada en la guerra civil.

Esta parafernalia fascista, tan bien defendida por el PP y la Iglesia, concede todavía mayor cinismo a quienes, cuando los derrotados reclamamos nuestra memoria, o cuando menos la recuperación de nuestros familiares ejecutados, argumentan que no hay que remover el pasado. En España, el pasado, el pasado fascista, no hace falta removerlo, nos asalta en cada esquina.

Pero, ¿no se aprobó una ley que impedía la presencia de dichos símbolos? Ya sabemos que ni el PP ni la Iglesia le tienen excesivo aprecio a la legalidad cuando esta no les favorece. Por ello mismo, su cumplimiento deberá ser exigido por aquella ciudadanía que se siente ofendida por la memoria de los crímenes fascistas. No cabe duda de que la responsabilidad fundamental de la presencia de esos símbolos ofensivos compete a quienes se niegan a cumplir la ley y retirarlos. Pero también a quienes aceptamos que la legalidad no se cumpla. La memoria en España es radicalmente asimétrica. La dictadura nos ha legado una bandera, un himno, un jefe del Estado, nombres de calles y lugares públicos, monumentos conmemorativos. Y tienen la desvergüenza de decirnos que no miremos al pasado, que no hay que hurgar en viejas heridas.

Para colmo, ahora, los cachorros peperos nos saludan brazo en alto. Tiene su lógica. Han visto en sus mayores una cerrada defensa de un pasado con el que, en su interior, se sienten identificados. En su imaginario de vencedores, el franquismo es un símbolo glorioso. Y, a mayor abundamiento, la santa Iglesia, portadora de verdades eternas, les refuerza en sus juicios. Parece evidente que ni el PP ni la Iglesia han realizado una adecuación ideológica al marco democrático. Ni siquiera son capaces de manifestar un mínimo de respeto hacia sus víctimas del pasado. Por ello, a casi cuarenta años del final de la dictadura, una buena parte de los españoles tendremos que seguir sintiéndonos insultados recorriendo nuestras ciudades y pueblos. Lo dicho, una vergüenza.

Profesor de Filosofía de la Universidad de Zaragoza