Entre las pesadillas recurrentes de Luis Buñuel --si podemos fiarnos de lo que dice al respecto en Mi último suspiro-- figuraba, a modo de variante, una muy generalizada: el miedo a perder el tren o a coger uno equivocado. En ella el aragonés bajaba para tomar una copa, en plena noche durante un alto, en el bar de la estación. Pero nada más tocar tierra el tren reiniciaba veloz la carrera dejándole atrás, sin su equipaje, a solas en el andén desierto. Luego se despertaba, a veces después de soltar un grito de terror.

No es sorprendente que la epifanía del tren impactara tanto en el subconsciente colectivo, dado su potencial simbólico, y aun más cuando fue adquiriendo --y no tardó en hacerlo-- la capacidad de transitar a velocidades antes inconcebibles. Tampoco es de extrañar que a alguien se le ocurriera un día inventar la metáfora del tren de la historia, con la posibilidad de subirse al mismo, quedarse atrás o, como mucho, verse relegado al furgón de cola.

España es el segundo país más montañoso de Europa, aunque no se den por enterados los millones de turistas que afluyen cada año a sus playas. Y, como señalaban los viajeros extranjeros del ochocientos anteriores a la llegada del ferrocarril, las carreteras eran tan defectuosas (o inexistentes) que la incomunicabilidad de las distintas regiones estaba asegurada y su comercio reducido a un mínimo.

En marcha ya, en 1843, las obras del ferrocarril Madrid-Aranjuez, e inaugurado el de Barcelona-Mataró cinco años después, una nueva promoción de turistas tuvo claro que iba a ser sumamente peliagudo y laborioso, dada la accidentada orografía peninsular, construir una eficaz red nacional de caminos de hierro. Así resultó en la práctica, aunque poco a poco se fue logrando. Hoy el proceso ha culminado con el milagro del AVE, capaz de cubrir la distancia que separa Madrid y Barcelona en dos horas y media. Es todo un icono de la España de comienzos del siglo XXI. Además ya lleva incorporado un coche silencioso a prueba de la cercana algarabía de los móviles. Qué gozada.

ESPAÑA ha perdido muchas veces, demasiadas, el tren de la historia. No es que lo diga yo. Lo que importa hoy es no volver a perderlo, ahora que obran tantas circunstancias a su favor, en primer lugar la pertenencia al club europeo. La única vía es la renovación de la Constitución. Renovación, sobre todo --y estoy de acuerdo con la línea del PSOE-- para que pasemos de ser un Estado de 17 autonomías a uno plenamente federal en el cual, por ejemplo, el hoy Senado, prácticamente inútil, se convierta en una cámara de las comunidades con competencia legislativa, y donde se utilicen, con toda normalidad, el catalán, el euskera y el gallego además del castellano. En una España federal me parece que otro gallo empezaría a cantar y que, poco a poco, iría cundiendo la idea de que, real y verdaderamente, este es un territorio cuya máxima singularidad y fuerza estriban en la coexistencia de una insólita variedad de culturas e idiomas.

Pedro Sánchez acaba de afirmar su intención de trabajar en este sentido si llega al poder. Le creo.

En cuanto al Partido Popular, lleva tres años en el empeño, no siempre exitoso, de desmantelar los logros sociales más notables de la era de Zapatero. Ahora resulta que está empezando a hablar de devolver a TVE la publicidad, cuya ausencia ha hecho posible, entre otros avances, que millones de personas hayan podido disfrutar de películas sin interrupciones. En cuanto a los informativos, los recientes despidos de probados profesionales vienen a confirmar que estamos en un proceso de abierto y descarado retroceso.

VIENDO y oyendo a Sánchez, Iglesias y Garzón junior, con discursos en tantos aspectos cercanos o equivalentes, uno no puede por menos que anhelar con ardor la formación de una gran alianza de izquierdas con el fin de licenciar definitivamente en las urnas a Rajoy y sus correligionarios y de poner en pie los mecanismos y medios necesarios para afrontar, entre otros males, el paro y la pobreza, acabar con las puertas giratorias y los desahucios, potenciar los controles anticorrupción, primar la sanidad y la enseñanza públicas, liberar de interferencias políticas la judicatura, limpiar el país de símbolos franquistas y resolver la vergonzosa asignatura pendiente de las cunetas. En definitiva, conseguir que España, con la oportunidad que ahora se le va abriendo --quizá la última--, vuelva a subir, resuelta y decidida, al tren del progreso.

Escritor