En los últimos años, Occidente y en particular Europa ha identificado como enemigo principal al yihadismo islamista. En un proceso cargado de esquizofrenia y desinformación, el integrismo musulmán ha provocado reacciones casi siempre desaforadas e inútiles (el despliegue de soldados en las calles de Francia), mientras Arabia Saudí, epicentro del credo wahabí, seguía siendo un aliado estratégico e intocable, tanto si su gobierno asesina periodistas como si reprime los más elementales derechos humanos. Eso... minucias.

Pero no es difícil darse cuenta de que el yihadismo es la expresión de una impotencia objetiva: el islam arabocéntrico representa una sociedad muy atrasada que ve con aprensión cómo la era del petróleo se va convirtiendo en historia. Después, cuando las fuentes de energía sean otras, donde brotaba el oro negro no habrá ciencia ni tecnología ni cultura ni nada, solo el fanatismo religioso. Los guerreros de Alá manejan armas que no saben fabricar.

En cambio, en el Lejano Oriente una posible amenaza toma forma sin que la opinión pública occidental sea consciente (ni siquiera cuando el mala bestia de Trump ha iniciado una guerra comercial que perjudicará a EEUU tanto como a la UE). Articulándose en torno a China, nuevos dragones asiáticos se alzan imparables y decididos a convertir su desarrollo acelerado en un axioma innegociable (ni por sus efectos medioambientales en un planeta ya muy castigado ni por ninguna otra consideración). Necesitan materias primas y mercados. No reciben lecciones de Occidente, porque saben muy bien que el Occidente depredador y cínico no puede dárselas. Son chinos, coreanos, vietnamitas, malayos, indios e incluso filipinos. Ya no solo fabrican juguetitos de hojalata y chismes de todo a cien. Ahora ponen robots en la cara oculta de la luna mientras forman miles de científicos y técnicos capaces de investigar y diseñar artefactos muy sofisticados. Son competitivos, expansivos y por ahora están dispuestos a prescindir de la democracia.

No es Mahoma, es Confucio.