No habiendo aún alcanzado la iluminación como Buda, el príncipe Siddharta escapó a los muros del palacio y vio por primera vez a su pueblo, y a un viejo entre ellos. El cochero le explicó lo que era un anciano y Siddharta pensó entristecido: «De qué sirven los juegos y alegrías si soy la morada de la futura vejez».

Abre precisamente este pasaje 'La vieillesse', el lúcido ensayo con que en 1970 Simone de Beauvoir denunciaba la situación de la tercera edad en Francia, donde ya suponía un 12% de la población. La escritora elevaba su voz contra «la conspiración de silencio de la sociedad de consumo». Era cierto: nadie hablaba de los ancianos. Norteamérica había tachado de su vocabulario las palabras «vejez» y «muerte». En Europa occidental, cualquier referencia a la edad avanzada era tabú.

Muy a su pesar, son hoy los ancianos protagonistas destacados de una pandemia que se ceba en su debilidad. Solo física, porque mentalmente muchos siguen en perfecto estado de revista. En España, el número de abuelos que en el confinamiento está comportándose de manera generosa y ejemplar, acogiendo en sus casas a otros miembros de la familia, sufragando gastos, adelantando o avalando préstamos, es tan grande como sus corazones. Ver morir a diario a sus amigos, ver derrumbarse a una o dos generaciones con las que se han compartido esperanzas y sueños no debe ser nada estimulante, pero la mayoría mantiene el ánimo y, a la espera de tiempos mejores que seguro vendrán, la esperanza.

Cuando el coronavirus pase, además de homenajearlos y renunciar a manipularlos como están haciendo algunos políticos carroñeros en busca de sus votos, habría que revisar el trato que reciben por parte de esta sociedad española que han contribuido a crear. Si sus más elementales derechos se respetan o son sistemáticamente vulnerados; si sus residencias, públicas o privadas, reúnen las debidas condiciones; si por parte de sus familiares y cuidadores reciben un trato adecuado al enfoque sociosanitario y respeto que merece por su edad.

Si, en definitiva, hemos sido justos con ellos, buenos hijos, mejores ciudadanos, o, como denunciaba Simone de Beauvoir, unos desalmados.