A cambio del frenesí viajero de Semana Santa, las circunstancias nos dan tiempo para pensar y escribir. Yo no he hecho ninguna de las dos cosas y, sin embargo, ayer me vi cavilando sobre un tema fascinante desde el punto de vista social y religioso: el perdón. Mark Twain dijo que el perdón es la fragancia que derrama la violeta en el talón que lo pisa, y Alessandro Manzoni que el hombre crece cuando se arrodilla. Bien. Bonito. Es además una actitud inteligente. Ya decía Wilde que hay que perdonar al enemigo, pues no hay nada que lo enfurezca más. Pero si hemos de hacer caso a Jules Renard, lo cierto es que no perdonamos más que a aquellos que tenemos interés en perdonar.

Puede existir también un punto de endiosamiento o cobardía. José Luis Coll señaló que conceder el perdón es el más alto grado de vanidad o miedo, y Jacinto Benavente nos recordó que a perdonar solo se aprende cuando hemos necesitado que nos perdonen mucho. Quid pro quo, querida Clarice, diría Hannibal Lecter. Negocios aparte, podríamos aducir razones morales para no hacerlo: perdonando demasiado al que yerra se comete gran injusticia con el que no yerra -Castiglione dixit- Eso sin contar con que al controlar tus sentimientos, frecuentemente los destruyes: ¿Cuántas veces podemos decir «lo lamento» hasta que ya no seamos capaces de lamentar nada?, se preguntaba John le Carré.

En cualquier caso, si te decides a perdonar, recuerda a Hopkins y no te fíes de las personas que justifican el mal comportamiento con disculpas ni, como Woody Allen, de aquellas que te piden perdón antes de pisarte. Si por ventura tú te decidieras a pedir perdón, recuerda entonces a Benjamín Franklin y nunca arruines una disculpa con una excusa. Pero si al final no podéis perdonar o ser perdonados, como dijo Musset, a falta de perdón, dejad venir el olvido.

*Fílóloga y escritora