Por favor, no me malinterpreten, no pretendo presentar aquí una erudita disertación sobre las diferencias entre valor de uso y valor de cambio tan importantes para la economía y la sociología, entre otras disciplinas. Mi propósito es menos académico y, si cabe, más cercano a lo cotidiano, a lo inmediato y humano. Hace tiempo que la idea de la importancia del valor, en el sentido de la valía y la valentía me ronda en la cabeza. Y como está siendo bastante persistente me he decidido a atreverme a pensar un poco más en ella. Supongo que por algo será que no he conseguido obviarla u orillarla, ya saben, eso que a menudo hacemos con algunas opiniones o suposiciones que nos resultan incómodas y que, con mayor o menor naturalidad, guardamos en el cajón de los silencios.

Creo que una manera de conocerse mejor, por seguir la reconocida recomendación de Sócrates -Nosce te ipsum-, es detenerse a conocer mejor a aquellas personas a las que se admira. Por supuesto no solo pienso en grandes personalidades ni en afamados pensadores o artistas, me valen en este punto todas aquellas personas que, con independencia de su profesión u oficio, me resultan valientes. Claro, dicho así, todo esto podría resultar ser una tautología, esto es, repetir al comienzo y al final lo mismo sin aportar o desvelar su significado. De poco o nada sirve hablar de valor y valientes si no sabemos a qué tenemos por tal o cómo y cuándo reconocerlo.

Por lo que a mí respecta cuando recapacito sobre el valor no son héroes más o menos imaginarios o reales lo que imagino; en absoluto, es algo bastante menos glamuroso y fantástico, valientes no son los atrevidos, los imprudentes o temerarios. Valientes son los decididos, los que aun a pesar de tener miedo, sin negarlo, han decidido hacerle frente sin ocultarlo, sabiendo que al afrontar sus miedos, sin tapaderas ni escondrijos en el alma, corren el doble riesgo de no ganar y de que además se conozca y se sepa su derrota. El miedo al fracaso, el miedo al qué dirán, el miedo a la vergüenza, el miedo a la verdad, el miedo al ridículo… esa clase de miedos que a casi todos asustan y frente a los cuales se pueden seguir distintos rumbos: buscar dentro de sí y sacar la fuerza necesaria para encararlos o permanecer al cobijo de su sombra a medio camino entre el lamento y la espera.

Es muy posible que el carácter de cada uno tenga mucho que ver con la opción elegida. Y supongo que no a todos se nos puede pedir lo mismo, como tampoco se puede pedir que atribuyamos valor a quienes ni recurren a él ni se lo plantean. Me serviré de un ejemplo para tratar de explicarme algo mejor. Como sabrán acaba de conmemorarse un siglo del estreno de la película 'El chico', escrita, dirigida y protagonizada por Charles Chaplin, cuya versión restaurada en 4k ha vuelto a los cines, cien años después, para celebrarlo. Pues bien, por su personaje protagonista siento admiración por una valentía que mostró en esa y en muchas de sus obras posteriores como Tiempos modernos, El gran dictador o Luces de la ciudad, y que bien podría condensarse en una de sus frases para cuyo ejercicio y cumplimiento creo que vivió: «Lo realmente importante es luchar para vivir la vida, para sufrirla y para gozarla, perder con dignidad y atreverse de nuevo. La vida es maravillosa si no se le tiene miedo»