Lo sé, empezar el año hablando sobre la verdad puede resultar, de entrada, algo árido y aburrido, sin embargo, no se me ocurre nada más apropiado según ha ido avanzando esta primera semana. Somos individuos con existencias autónomas pero que a la vez, y sin poder evitarlo, formamos parte de un grupo, ese grupo al que algunos llaman país, otros comunidad o sociedad tiene, y no puede ser de otro modo, conflictos y problemas. La vida no es idílica, nunca lo ha sido porque cualquiera tiempo pasado no fue mejor pero ese no es motivo suficiente para no procurar superar las dificultades, si no, ¿para qué la política? Pero volvamos a la verdad aunque no nos habíamos alejado demasiado. Hay ciertas preguntas sobre ella que me importan especialmente, así, por ejemplo, me interesa saber si tenemos el deber de decir la verdad y por qué. Sin embargo, incluso por encima de ambas cuestiones cuyo tratamiento exigiría de una profunda reflexión aún hay otras que me fascinan incluso más: ¿quién quiere la verdad?, ¿qué significa querer la verdad? Por exclusión puede decirse que querer la verdad significa no querer engañar ni a uno mismo, ni a los otros. El que no quiere la verdad opta por una vida reducida y disminuida para sí y para el resto. Pero ¿quién podría querer eso? A juzgar por lo que los jueces están encontrando en nuestro país, parece que no quieren la verdad todos aquellos para los que el beneficio asoma cuando desaparece la verdad y viceversa, a menor defensa de la verdad, mayor margen de beneficios. Y según se ve, entre una y otros, son estos los bienes, favores, regalos y atenciones los que van ganando la partida. Pero tiempo al tiempo.

Aunque no hiciera falta que Fichte nos lo dijera tampoco está de más agradecerle el recordarnos que no tenemos ningún derecho a presuponer que los hombres son buenos o perfectos. Que no somos ángeles está fuera de duda pero que eso no resuelve la cuestión inicial, me temo que tampoco. En la cultura de tradición judeocristiana, con claras resonancias socráticas, existe una clara identificación entre verdad y bien, bien y vida, entre verdad y vida en definitiva. De ahí que, a menudo, atribuyamos a quien busca y pretende la verdad un intento nunca fácil de mejorar un poco el mundo, de hacerlo algo más hospitalario y menos verdugo. Más allá de las posibles repercusiones éticas que la ausencia de la verdad conlleva también ha de haberlas políticas y jurídicas. Y es que si mentir beneficia a unos es porque perjudica a otros, por eso quien mienta sobre el origen de sus rentas, propiedades o bienes no solo miente a la cosa pública, miente al grupo, al que ha defraudado. El Código Penal tiene bien establecidos los modos y tipos de apropiarse de lo ajeno con una gran precisión respecto a las diferentes modalidades y cuantías de la apropiación. Para los jueces, fiscales y cuerpos de seguridad queda el complejo trabajo de demostrar y penar tal tipo de actos. Lo que no está previsto por las normas es qué debemos hacer mientras el resto de ciudadanos que, atónitos, asistimos a ver con qué facilidad se falta a la verdad. Las normas no lo resuelven todo. Tal vez todo lo dicho hasta aquí les resulte innecesario, obvio, evidente, pero no estoy segura de que hoy sea del todo superfluo en nuestro país porque no sé si todos sabemos que faltar a la verdad es desacreditar la democracia y la dignidad que ella representa y que eso no debe salir gratis. Profesora de la UZ