He decidido que, junto a las intensas, graves quejas que la marcha de la economía, la política, la moral pública, me provocan (y ante las que no pienso cejar en este nuevo "curso"), voy a escribir más de vez en cuando sobre temas confortantes, esperanzadores, modélicos. Y voy a comenzar con esa pareja ejemplar que forman Elvira Lindo y Antonio Muñoz Molina, no tanto como pareja --salvo en su vida privada, con su familia, amigos, colegas: en público no se prodigan-- cuanto porque ambos me merecen un profundo respeto y simpatía en sus trabajos, sus ideas abiertamente manifestadas, su elegancia vital. Aparte leer con sumo placer los libros y artículos de ambos, a Elvira la escuché por primera vez hace unos días en Zaragoza, y a Antonio hace muchos en una librería donde presentaba una de sus primeras novelas. La soledad en que se encontraba esperando --había pocos asistentes--, me llevó a entablar con él una breve conversación; luego, veinte años largos después, acabo de escucharle en Madrid.

Al comienzo del verano, coincidiendo con la reunión semestral en Madrid de la editorial Marcial Pons, a cuyo consejo pertenezco hace una década larga (y hemos publicado dos centenares de libros con gran satisfacción), presentamos en la sede central del Instituto Cervantes el volumen 12 de la Historia de España que han dirigido Josep Fontana y Ramón Villares. Está coordinado por José Álvarez Junco y versa, como colofón a esa magna obra, sobre "Las historias de España. Visiones del pasado y construcción de identidad". Una gran oportunidad para reflexionar sobre el ser de España, una de las mayores obsesiones, y con razón, del pasado siglo XX, y de cuyos errores ahora recogemos los platos rotos.

Las intervenciones de Villares y de Álvarez Junco fueron claras, serias, importantes. Pero la que más me llamó la atención por su rotundidez, su excelente análisis, su remarcada modestia ("soy un gran aficionado a la Historia"), fue la del escritor Antonio Muñoz Molina. El ilustre académico, premiado y admirado, desarrolló con contundente acento de su Úbeda natal, sencillez, discreción, sus ideas sobre la maltratada, falseada historia reciente, en especial ese siglo XX tan manipulado por tirios y troyanos. Estaba en primera fila, junto al director del Instituto, y el de la editorial, Carlos Pascual, el presidente del Consejo de Estado, José Manuel Romay Beccaria, quien, lógicamente, hubo de escuchar verdades del barquero no muy gratas en el partido popular, al que pertenece desde su fundación, junto a su amigo Fraga.

Fue la de Antonio una exposición diáfana, valiente; y certera su particular visión del pasado español en ese siglo que aún miramos con preocupación, por si resulta haber sido con todo mejor que éste. Aparecieron los grandes problemas que influyeron en esa manera de escribir, contar, enseñar nuestra Historia; nos mostró el devenir de un relato, elaborado en el largo franquismo entre censuras, odios, conservadurismos extremos. Y también las luchas por romper esos tópicos, esas barbaridades. Parecía que, como hizo también Junco, se estuviera glosando el tanto tiempo desconocido, y magnífico, libro de Godoy Alcántara, el más grande debelador de leyendas y abusos, en pleno y oscuro XIX. Como en otras ocasiones, no pude esperar al final, y como la Cenicienta corrí hacia Atocha, perdiendo casi el último tren de regreso. Pero había escuchado una de las voces que me merecen más respeto e interés en esta atormentada circunstancia española.

Luego, a mediados de octubre, hace unos días, asistí en la antigua y noble sala de sesiones de la Diputación de Zaragoza, a una conferencia de Elvira Lindo. Es un nuevo formato, abierto a toda clase de público, y éste abarrotaba por completo la sala, como de pocos casos se recuerda. Lo organizaba, por encargo del diputado Bizén Fuster, el catedrático de Instituto y escritor Ramón Acín, que ya había realizado con éxito numerosas sesiones con escritores importantes, propios y ajenos, en muchos institutos de todo Aragón. Y muchísimas personas, atraídas por los escritos de la escritora y pronto ganadas por su extraordinaria vitalidad y simpatía. La sencillez, la agudeza, las profundas reflexiones bajo capa de buen humor, fueron calando en un público pronto entregado a quien sabía con total honradez hurgar en su infancia, sus dudas, sus tantas residencias y acentos, sus diversos trabajos profesionales. Muchos la conocían por el popularísimo Manolito Gafotas, otros por sus libros, quienes por el buscado artículo dominical en El País, unas páginas más adelante que el no menos apetecible de su marido. O en sus vivencias en Nueva York, su incitante segunda residencia.

Me hice la reflexión de que este tipo de personas son hoy el referente de muchos de los grandes valores humanos, morales, de una sociedad en profunda crisis. Que vale la pena insistir en el consejo de leerles, debatir sobre sus propuestas y críticas. Y también, que la sociedad española sepa mirarse en ese modelo de vida laboriosa, discreta, eficaz. Estos sí valen la pena de ser escuchados, y no toda esa colección de mamarrachos gritadores que ensucian alguna pantalla solo con hacer un rápido zapping.

Catedrático emérito de la Universidad de Zaragoza