Que estamos atravesando una crisis profunda a nivel político, social, económico, cultural, e incluso, ético, en esta España nuestra, es evidente. El gran problema es cómo salir de ella. No podemos quedarnos quietos. Un pueblo ha de tener arrestos para tirar adelante. Según el conde Romanones "Cuando un pueblo se resigna con el vencimiento y convive con el vencedor sin protestar, es que ya no palpita en él el amor a la patria y que ha llegado al último escalón de la degradación cívica". En esta tarea colectiva son necesarios políticos con capacidad de liderazgo.

Hoy no quiero extenderme en las posibles políticas para salir de este pozo. No obstante, aunque esquemáticamente, ahí van algunas: recuperar la democracia, ejemplaridad política, instituciones al servicio del pueblo, auditoría de la deuda pública, una fiscalidad más justa, persecución del fraude y los paraísos fiscales, servicios básicos controlados por el Estado, políticas activas de empleo, defensa del Estado de bienestar, etc.

Mas ahora quiero fijarme en quiénes han de dirigir este proyecto. Obviamente, la actual clase política, no. Y no, porque no son creíbles. Los Rajoy, Arenas, Griñán, Chaves, Díez, Llamazares y Mas podrán llenarse la boca con palabras rimbombantes, como regeneración política, transparencia, democracia; pero, insisto, es que no generan confianza, digan lo que digan. ¿La generan los actuales políticos aragoneses? La confianza se logra, por lo que se hace, no por lo que se dice. En un trabajo Pulso de España 2014, la ciudadanía ha sido muy clara al respecto: nada esperan ya de los dirigentes que han venido teniendo. Por eso, nueve de cada diez optan por exigir su inmediato relevo como primer y más creíble paso de la regeneración que se anuncia. Un relevo generacional es imprescindible. Los grandes cambios políticos en España suelen ir acompañados de grandes relevos generacionales, como ocurrió en la II República. De hecho hoy, la renovación generacional en cierta medida parece estar en marcha. El PSOE con Sánchez de 42, en IU Garzón 29, o en Podemos Iglesias 36, y en el PP Soraya Sáenz tiene 43, aunque suena a caduca.

Pero además de ese relevo generacional, la ansiada e imprescindible regeneración precisa sobre todo, un proyecto de futuro común que galvanice la sociedad hacia nuevas cotas de excelencia colectiva. Hacen falta líderes políticos con espíritu abierto, que no estén ya de vuelta de todo, ejemplares y con valores éticos, que tengan y contagien amplitud de horizontes y de optimismo. En definitiva políticos auténticos, impregnados de los valores de la política con mayúsculas. ¿Qué significa política con mayúsculas? Una contundente respuesta nos la proporciona Manuel Azaña, uno de los políticos más destacados en la Historia de España. Los actuales a su lado son auténticos pigmeos. Fue un extraordinario parlamentario. De sus discursos en las Cortes sobresalen: el de Política religiosa; el de Política Militar; el de El Estatuto de Cataluña. El de Paz, Piedad y Perdón lo pronunció el 18 de julio de 1938, en el Ayuntamiento de Barcelona. Otro, no tan conocido, pronunciado el 21 de abril de 1934 en la Sociedad del Sitio de Bilbao, titulado Un Quijote sin celada, en el que regala a su auditorio unas hondas reflexiones de su conciencia como hombre político, sin preocuparle el orden, tal como le vienen a la mente. Su pretensión es transmitir unas confidencias sobre la emoción política como signo de una vocación. Esa emoción procede de la observación de la realidad, siempre que de ella surja un movimiento interior de protesta. Así nace la emoción política y así se forja la personalidad del político: observar la realidad, protestar de la injusticia, y emplearse a fondo en la mejora. ¿Con qué medios? Ni lo sabe, ni le preocupa. La política es quijotismo. Considera la política como la aplicación más completa de las capacidades del espíritu, donde juegan más las dotes del ser humano, tanto las del entendimiento como del carácter. La política, como el arte, como el amor, no es una profesión, es una facultad, que no tiene nada que ver con la elocuencia. La facultad política se tiene o no se tiene, y el que no la tenga, inútil será que se disfrace de hombre político, y el que la tiene, tarde o temprano es prisionero de ella. Un hombre político tiene que sentir emoción delante de la materia política. La emoción política es el signo de la vocación, y la vocación es el signo de la aptitud. Los móviles que llevan a los hombres a la política pueden ser: el deseo de medrar, el instinto adquisitivo, el gusto de lucirse, el afán de mando, la necesidad de vivir como se pueda y hasta un cierto donjuanismo. Mas, estos móviles no son los de la verdadera emoción política. Los auténticos, los de verdad son la percepción de la continuidad histórica, de la duración, es la observación directa y personal del ambiente que nos circunda, observación respaldada por el sentimiento de justicia, que es el gran motor de todas las innovaciones de las sociedades humanas. De la composición y combinación de los tres elementos sale determinado el ser de un político. He aquí la emoción política. Con ella el ánimo del político se enardece como el ánimo de un artista al contemplar una concepción bella, y dice: vamos a dirigirnos a esta obra, a mejorar esto, a elevar a este pueblo, y si es posible a engrandecerlo. Profesor de instituto