Ya nunca podremos librarnos de la posverdad. Ha llegado para quedarse. Es invencible porque convierte todo en un asunto sentimental y resulta que (casi) todos tenemos sentimientos. Apelando a nuestras emociones se puede jugar con nosotros hasta el infinito y más allá, especialmente en política, donde ya todo debe emocionarnos, es decir, todo debe tirar de nuestras tripas y estas deben arrastrar a nuestro corazón y todo ello aturdir nuestro cerebro. A no ser que quieras ser catalogado de insensible, frío o directamente de mala persona, no puedes obviar la caravana de sentimientos gigantes que te llega por doquier. Pero las emociones, que no son comportamientos aunque influyen en ellos, no funcionan igual en el plano personal que en el social.

En lo personal uno generalmente sabe quin le ha traicionado, quién lo haría sin demasiados problemas, quién le recuerda, quién le olvidó, quién le ha sostenido, quién le ha despreciado y quién le ha dado valor cuando otro se lo quitaba. No siempre la realidad coincide con el deseo, como bien sabía Cernuda. Si repasamos nuestra vida, a veces nos hubiera gustado (o nos hubiera importado menos) que las traiciones vinieran de otro lado. Contra ese desajuste triste, sólo queda pensar que el error más completo guarda algún acierto. Si a pesar de todo sentimos afecto por alguien (o sentimos desprecio), por algo será. Tal vez hay algo luminoso o negro que nuestro corazón sabe ver en las personas por encima de lo que hagan.

Pero en lo social esa esperanza es tontería porque lo más inquietante y conmovedor del amor propio y ajeno es cómo se empeña en salvar lo insalvable. Nos convierte en pequeños dioses que perdonarían setenta mil veces siete sin darse cuenta de que, como decía Goethe, contra la estupidez hasta los dioses luchan en vano.

*Fílóloga y escritora