Abundan en nuestro entorno muchas personas acuciadas por graves problemas y sometidas a unas circunstancias que ponen a prueba sus mermadas facultades para superar trances realmente adversos. Un buen ejemplo es el de quienes padecen una enfermedad crónica que les incapacita para ejercer su actividad profesional con plena operatividad; en tales casos, habrán de someterse al dictamen de una comisión médica que determinará si procede una declaración de invalidez y, en consecuencia, el derecho a una pensión. Sin embargo, el veredicto depende demasiado de diversas consideraciones, entre ellas, la oportunista coyuntura económica y consiguiente disponibilidad de recursos para afrontar esta casuística; las incidencias más conflictivas se relacionan con aquellos trabajadores que padecen una dolencia no reconocida o situados en la frontera de la incapacidad, que habrán de desempeñar a duras penas las labores propias de su ocupación muy a pesar de las secuelas, a veces irreversibles, que su ejercicio pueda ocasionarles. Además, si su solicitud es denegada, tampoco sirve de mucho el recurso a instancias superiores o a los tribunales, saturados y lentos en emitir sus resoluciones para conflictos que demandan una decisión urgente. A nadie le resulta fácil calzar zapato ajeno y ponerse en lugar de otro; nos falta empatía para adoptar otros puntos de vista, pero vivimos en una sociedad más solidaria de lo que aparenta; tan solo es necesario dar visibilidad a quienes realmente necesitan ayuda, postergados hasta la saciedad ante el aluvión de debates intrascendentes y temas que solo interesan a las minorías que los plantean. A esta sociedad que tanto aspira a presumir de igualitaria, se le han olvidado los desheredados, al menos cuando no son fuente de un llamativo titular. H *Escritora