El presidente del fondo de inversiones KKR recomienda invertir en España porque los españoles ya --no se echan la siesta--, es decir, son altamente rentables ya que trabajan mucho y barato. La declaración del hombre de negocios americano Henry R. Kravis ha sido celebrada en círculos del poder como la prueba de que el país está saliendo de la crisis. La noticia tiene algo de inquietante porque hace tiempo que los españoles no nos echamos la siesta, un saludable hábito hispano más practicado ya fuera que dentro de nuestras fronteras. Pero, al ponerla como el contrapunto de un trabajo productivo, lo que se está diciendo es que el mundo financiero prospera gracias al trabajo duro y barato de los que ya no hacen la siesta. No hay siesta pero hay negocio.

Lo que debería saber un inversor extranjero es que aquí el problema no es el trabajar, si por ello entendemos la disposición del trabajador al esfuerzo, sino el trabajo: que no hay o hay poco y malo. En el Zócalo de México, junto a los muretes de la Catedral, son legión los parados que esperan sentados que alguien venga a contratarlos. Una buena parte de nuestras calles y plazas son como El Zócalo de la capital mexicana. Lo que desasosiega es que ese trabajo deteriorado sea el caldo de cultivo de una inversión productiva.

Como es muy alta la tentación de valorar positivamente este conjunto que conforman inversión rentable, por un lado, y trabajo duro y barato, por otro, se impone la obligación de juzgarle desde la perspectiva de los trabajadores. Es llamativo que en la presentación social de la realidad española, lo que se subrayan y magnifica el magnate americano es la rentabilidad del momento, mientras que lo que se invisibiliza es, como diría un filósofo pedante, --el mundo de la vida del trabajador--, es decir, lo que ese trabajador está sintiendo y viviendo.

Y lo que se está produciendo ante nuestros ojos es un colosal cambio. Está desapareciendo la sonrisa y ocupando el espacio el ceño fruncido. Hay tristeza en los viejos y perplejidad en los más jóvenes porque se ha robado al presente su correspondiente carga de promesa.

Esta frustración es particularmente grave porque ocurre después de un tiempo de máxima ilusión. Nunca como ahora había dispuesto el mundo de tantos recursos gracias al desarrollo espectacular de la ciencia y de la técnica. Para calibrar las esperanzas depositadas por el hombre en el despegue del desarrollo técnico que ahora tanto nos frustra, habría que recordar que al principio, por ejemplo, se dibujaban las locomotoras con patas de caballo. En vez de ruedas, patas de caballo para dar a entender que los sueños de felicidad que la humanidad había ligado al desplazamiento de unos equinos, exclusivos de unos pocos, iban a estar ahora al alcance de todos. Cualquiera podría subirse a un tren y el tren podría circular hasta los confines de la tierra.

Todo eso se ha roto. Y no es que la gente se sepa más pobre, sino que se siente privada del sueño de la felicidad. Lo que importa es sobrevivir, no soñar. Durante el barroco, un tiempo oscuro de guerras y pestes, la gente expulsada del festín de la historia se refugiaba en la naturaleza. Eran tiempos del beatus ille de Fray Luis de León. Buscaban en la inmutable naturaleza la piedad que la acción del hombre les negaba. Eso ya no es posible porque la naturaleza ha sido colonizada por la técnica. Hemos perdido el vínculo con lo natural hasta el punto de que el hijo de un campesino ya no sabe cultivar la tierra. Y, además, todo está regulado. La única escapatoria es el mundo virtual. Nos han inundado de artefactos digitales para que nos zambullamos en unas relaciones irreales aunque entretenidas. Eso distrae, pero no cambia la dura realidad.

EL MENSAJE que nos llega por la vía de los dichos y los hechos es que renunciemos al sueño de ser felices. El ser humano, dicen algunos, es una pieza en el orden del cosmos que no debería hacerse ilusiones. Se ha creado y creído unas expectativas exageradas que están muy por encima de sus posibilidades. Eso de los derechos humanos es fruto de un calentón en mentes infectadas por el virus judeocristiano. Y esta resignación predicada en los discursos la vemos confirmada en los hechos. Los que hacen andar las ruedas de la historia están demostrando que sólo son hábiles creando problemas. No hay más que abrir un periódico por cualquier página.

La Constitución de 1812 proclamaba que --el objeto del Gobierno es la felicidad de la nación--. No hace falta llegar a tanto. Bastaría con que los gobernantes no molestaran que es lo que hacen cuando celebran como un triunfo la miseria del trabajo actual. Para quien lo sufre, ese festejo oficial es vivido como la negación de su derecho a la felicidad, algo a lo que, pese a todo, nadie está dispuesto a renunciar.

Filósofo e investigador del CSIC.