Cuando alguien se cabrea cada cinco minutos y ve enemigos debajo de las piedras, caben dos opciones: que esté rodeado o que esté paranoico. Con la misma pesadumbre que se preguntaba el protagonista de Conversación en la catedral, la tercera novela de Mario Vargas Llosa, cuándo se jodió el Perú, no puedo precisar a partir de qué momento Ciudadanos emprendió la carrera para convertirse en el partido más bronco, con permiso de Vox. Política tóxica. Encabrona que algo queda. No digo yo que Ciudadanos no tenga argumentos para plantar cara al independentismo catalán más cerril ni para denunciar lo que consideren oportuno sobre cómo ejerce el poder el nacionalismo vasco, por citar otro ejemplo. O para poner a Pedro Sánchez a caer de un burro si creen que instrumentalizó en su provecho la moción de censura; o para darle la batalla al PP por el liderato de la derecha. Tienen toda la legitimidad para hacerlo. Pero ya no sé si son socialdemócratas -no, claramente no-, liberales, cavernarios o mediopensionistas.

Y tampoco sé qué buscan con esa actitud permanente entre víctimas y reina ofendida. Porque yo diría que la política es algo más que dar voces y jugar a la contra; ¿dónde está el jogo bonito para seducir al personal? Y sobre todo: ¿dónde está el respeto a los electores -voten a quien voten- cuando se intenta camuflar la connivencia con Vox para tocar poder?

Yo no soy psicólogo, pero la huida hacia adelante del núcleo dirigente de Ciudadanos, cada vez más avinagrado, recuerda al pataleo de un niño cuando le han pillado en un renuncio y lo niega con grandes aspavientos. El pollo a propósito de la manifestación del Orgullo en Madrid, el pasado fin de semana, por el hostigamiento que sufrieron los representantes de Ciudadanos es el penúltimo -porque habrá más- episodio de esta espiral de sobreactuación enfurruñada.

Vaya por delante que yo estaba allí, en mitad del lío, y que no aplaudo en absoluto el griterío o la sentada que les obligó a salir por piernas. Y de hecho hubo personas que sin alzar tanto la voz afearon su conducta a los alborotadores. A cada uno lo suyo. Pero de ahí a responsabilizar al ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, por un supuesto -y falso- llamamiento al acoso, o criticar a la Policía Nacional por una presunta -y falsa- dejación de funciones... hay un trecho muy grande. Y, sinceramente, no cuela.

Si existiera un Oscar al partido más antipático, yo creo que Ciudadanos -sus dirigentes- estarían a punto de conquistar Hollywood. H *Periodista