Las situaciones de crisis enfrentan siempre dos pilares maestros de nuestro edificio social: la libertad y la seguridad. Paradójicamente, ninguna de las dos se realiza en plenitud sin la otra, así que es muy difícil decidir, como individuos y como colectividad, de cuál queremos cojear algo más o algo menos. Sin embargo, sorprende la cantidad de parcialidad que aflora también en estas situaciones. De la ardorosa lava de la opinión surgen vapores asfixiantes. Suelen las gentes tomar un camino recto: soy libre para criticar al contrario, e incluso es mi deber, pero cualquier crítica del contrario hacia mí es un ataque a nuestra seguridad, a la lealtad y a la Humanidad, si me apuran. Vemos así muy diferentes escenarios mentales, todos bastante planos y previsibles: parte de cierta derecha considera que, en estos momentos cruciales, ejercer la libertad de expresión criticando, por ejemplo, a la Corona, es un atentado a la responsabilidad. Centrémonos en el virus, por el amor de Dios, parecen decir con voz viril pero implorante.

Asimismo, parte de la izquierda considera que cualquier reparo a la gestión del Gobierno roza la sospecha y es casi un desliz moral. No es momento, nos aclaran. Sobre todas esas postulaciones sobrevuela el utilitarismo más insolente: no es seguro, ni ético ni honesto criticar lo que a mí no me conviene que se critique. La poética imagen de «rememos todos en la misma dirección» se reescribe en un subtexto claro: «Rememos todos en la misma dirección que mi santa voluntad prefiere». Que eso se vea en las redes, vaya y pase, pues el populus tiene el privilegio del desahogo ya que tiene también el forzoso deber de soportar lo que venga. Pero esa actitud en los políticos es ya insufrible. Nos relega a ser ciudadanos de segunda, acríticos y confusos, apelando a nuestra nobleza para disculpar su ineficacia.

*Fílóloga y escritora