En Dublín todas las mujeres tienen las tetas firmes y gordas. No solamente las dublinesas, no. Lo que quiero decir es que a todas las chicas que están en Dublín, sean de donde sean, se les ponen las tetas que da gloria verlas. A mi novia, sin ir más lejos, fue llegar al hotel y descubrir que su pecho estaba como nunca.

Salimos por la noche, y en todos los bares y restaurantes que entramos lo comprobamos: todas las tías iban sin sujetador, no lo necesitaban, para nada, y todas estaban pero que muy bien equipadas.

No sabíamos a qué se debía semejante fenómeno: si a la temperatura, si a la atmósfera particular de la ciudad, si al hecho de que allí no hubiera más que bares, bares y más bares. Qué gran ciudad, desde luego. No había apenas bancos. Solo bares: el paraíso de un juerguista. Y de los mirones. Y de las mujeres que quieren mejorar su pecho sin pasar por el quirófano.

Tal vez todo el asunto se debiera a la mágica influencia de la muy bien dotada Molly Malone, paradigma de la mujer irlandesa, cuya escultural escultura de bronce me cautivó con ese generoso escote y ese carro con marisco que empuja. Dicen que tiran más dos tetas que dos carretas, pero en este caso las tetas y la carreta van de la mano. Y, por cierto, de esculturas la ciudad de Dublín está muy bien surtida. La de Oscar Wilde, por ejemplo, recostado informalmente sobre una roca, como pensando algo gracioso, es una maravilla, extravagante y colorida, a la altura del genio irlandés. Y la de James Joyce paseando con su bastón por el centro de la ciudad es una preciosidad, mucho mejor que el Ulises, dónde va a parar, y se entiende mucho mejor.

Vayan a Dublín (tetas, bares y esculturas) y compruébenlo si no me creen.

*Escritor y cuentacuentos