Estuve ayer charlando en Madrid con Sergio Ramírez de su premio Cervantes y de Nicaragua, dos asuntos bien diferentes que se han entrecruzado en su vida, habituada, por otra parte, a paradojas y seísmos del destino.

Le conocí el año pasado, en Managua, en el festival Centroamérica Cuenta, que dirige, y al que me había invitado generosamente, como lo hace todo. Recorrí entonces el país, San Juan, Granada, las fronteras, los lagos, los volcanes... Visité la tumba de Rubén Darío en el nuevo León y la supuesta tumba de Pedrarias en el viejo León, la capital de los españoles, de la que apenas quedan unas ruinas en medio de una sofocante selva. Conocí a sus autores contemporáneos, Gioconda Belli, Arquímedes González, Karly Gaitán, una generación comprometida y brillante, y urdí con ellos conspiraciones y proyectos. El festival Centroamérica Cuenta, de gran interés y prestigio, me pareció un oasis de libertad e inteligencia en un istmo centroamericano asolado por la pobreza material e ideológica.

Autores de gran sensibilidad y entereza como el propio Sergio han luchado y siguen luchando por mejorar su mundo, dotar a sus poblaciones, a la nicaragüense, en concreto, de dignidad, trabajo, ilusión, capacidad... Era el sueño de la revolución sandinista, en la que Ramírez participó activamente, llegando a ser el número dos del primer gobierno presidido por Daniel Ortega.

Poco a poco, sin embargo, se iría alejando del poder, hasta apartarse por completo de la política, impotente ante el retorno de los vicios endémicos de su país y la deriva que iba tomando la izquierda. En su ensayo Adiós, muchachos cuenta Ramírez con mano maestra su periplo revolucionario, sus esfuerzos para asentar el nuevo gobierno, sus encuentros con líderes mundiales, y su progresiva desilusión. Su lectura es la mejor guía para entender lo que está pasando en Nicaragua.

Mañana, probablemente, lo irán a buscar para que empuje la revuelta popular contra Ortega, pero Ramírez declinará. No porque no esté de acuerdo con el fondo de la lucha, que lo está, sino porque cree que su tiempo político ha pasado y que deben ser los jóvenes quienes lideren el cambio.

El Cervantes volverá a su casa de Managua, en una de cuyas habitaciones, la cápsula, escribe aislado del mundo. Su único compromiso es ya con la literatura.