Más allá de la anécdota de la rueda de prensa multitudinaria de Albert Rivera, que por otra parte explica mucho de la política de escaparate de los últimos años, las últimas salidas de reconocidos líderes, como Alfonso Alonso, o los cambios en los equipos ministeriales traen de actualidad uno de los debates recurrentes de los últimos años, el desempeño político.

¿Quién querrá entrar en política en tiempos de desprestigio y volatilidad? y sobre todo ¿qué empresa privada va a facilitar la salida de sus trabajadores por un tiempo indeterminado y acogerles de nuevo después del ejercicio público?

Hay tantos interrogantes y prejuicios en este asunto que, sumados a algunas proclamas populistas tras el 15-M, ha resultado escamoso entrar en su análisis cuando resulta primordial en el futuro de nuestras democracias.

Al hablar de las élites políticas en España, nos encontramos con las quejas sobre lo uno y lo contrario, como la excesiva profesionalización de la política frente a las críticas sobre arribistas con escasa experiencia.

Debemos clarificar qué modelo democrático queremos, si asumimos los costes de una democracia electoral y apostamos porque todos los ciudadanos podamos ser electores, pero también elegidos. Hay que allanar el camino para que personas con experiencia en otros ámbitos profesionales puedan dedicarse a la política, lo mismo que se les debería animar a su vuelta profesional pasados unos años en ella. La situación de dificultad es tal que las élites políticas acaban surgiendo o del funcionariado, con retorno asegurado, o bien de la intraorganización de los partidos lo que obliga a la profesionalización del cargo.

Las leyes rígidas sobre incompatibilidades y limitaciones suenan muy democráticas y garantes del interés público, pero llevan a la transformación de la política en una ocupación para toda la vida. Tendremos así élites menos representativas de la sociedad y más aisladas en sus preocupaciones. Mucho más dependientes del liderazgo del partido y menos libres en sus opiniones. En un entorno, además, casi esquizofrénico con respecto a los nombramientos y destituciones que dependen de los cambios en las secretarías generales de los partidos con más preocupación en la propia supervivencia del jefe político que del éxito electoral o de la gestión.

Necesitamos conjugar renovación con profesionalización, innovación y continuidad, servicio público con salidas privadas, y especialmente, recuperar el proyecto colectivo que debe ser un partido político.