En Equilibrista (Los Libros del Gato Negro) Ángela Labordeta escribe sobre la productora teatral Kathleen López Kilcoyne (1964- 2018) y sobre el cáncer que acabó con ella. El libro, como Amarillo de Félix Romeo, está escrito en segunda persona, dirigido a la persona que ha desaparecido. Son capítulos cortos, sincopados, con una escritura lírica y tremendista, donde se habla de heridas explícitas y se alude a otras que deliberadamente se quedan en insinuaciones.

El libro sobre la enfermedad y/o la desaparición es un género: sobre el padre en Patrimonio de Philip Roth, sobre el amigo en Ravelstein de Saul Bellow, sobre el hijo en Sergio del Molino y La hora violeta, sobre la pareja y la hija en Joan Didion, sobre el amigo en Los idiotas prefieren la montaña de Aloma Rodríguez, sobre la madre en Una historia de amor y oscuridad de Amos Oz, sobre los padres (y otras cosas) en Entre ellos de Richard Ford... Puede ser muy poderoso. Despierta lo atávico --es una forma de enterrar a los muertos, un impulso que nos hace humanos-- y convoca lo mágico --la palabra expresa la pérdida y a la vez aspira a mantener vivo al fallecido a través del retrato y la memoria--.

En el libro de Ángela Labordeta el punto de vista es peculiar: la protagonista era la pareja de su hermana. La historia sucede entre Madrid y Zaragoza, y los personajes son sobre todo mujeres con una extraña combinación de dureza y afecto, de tenacidad y desamparo. Es el proceso de degeneración, con los temores --por ejemplo, a los efectos en el cerebro--, los desencuentros --a veces entre quien quiere cuidar y el deseo de aprovechar el tiempo que te queda--, las esperanzas --cifradas en la ciencia, con la ayuda de Carlos López Otín, y finalmente frustradas--. La escritura recuerda a Rapitán, que aparece en estas páginas (como José Antonio y Miguel Labordeta, como Félix Romeo): es intensa y rotunda, con metáforas, con una cotidianeidad amplificada que se puebla de amenazas y monstruos, con el retrato de una intimidad construida desde nombres inventados (equilibrista, pastorcita) y complicidad lacónica, con una presencia ritual de la música y algún momento de humor. Mi preferido es cuando Kathleen pide una película de Woody Allen, no hay y le llevan una cualquiera, sin leer la sinopsis: es la historia de una enferma de cáncer terminal. Escribe Ángela Labordeta: «Me lo dijiste cerrando los ojos, me dijiste que los días de sol te traían el recuerdo de lo que no volverías a tener y también me dijiste que eso te daba igual y que los ibas a aprovechar como si ese rayo dorado fuera a limpiarte y llevarte a tiempos remotos de otra felicidad». Me acuerdo de Kathleen López, la equilibrista, subida en una mesa de Casa Emilio, en una cena con mucha gente.