Les voy a contar un cuento, que para eso acabamos de celebrar el día del libro infantil y juvenil. No se convertirá en clásico, seguro, como sí lo hicieron los muchos que escribió Hans Christian Andersen, en cuyo nombre se celebra esta efeméride. El que van a leer, insisto, no estará a la altura de ninguno del autor danés. Con que les entretenga y saquen algún tipo de moraleja me conformo.

Érase una vez un planeta en el que vivían millones de personas. Se hacían llamar humanos y se repartían pedazos de tierra para construir un lugar donde comer y dormir. Trabajaban mucho porque así obtenían un papel que les servía para intercambiar cosas. Le llamaban dinero. Cada vez les preocupaba más acumularlo. Decían que con él podían gozar de mayores comodidades: irse de vacaciones, comprarse coches, viajar.

En este reto personal y colectivo se encontraban inmersos cuando un día, sin previo aviso, se toparon con un imprevisto. Un virus. Un tal Sars-Cov-2. Infectó y mató a millones de humanos de ese mundo. Les obligó a modificar su vida, sus costumbres, sus planes. Sufrieron mucho. Perdieron a seres queridos. Prácticamente todos sintieron que aquel era un castigo injusto y excesivo. Por eso, en los meses más duros, se prometieron valorar más las cosas no materiales, aplaudir el esfuerzo de sus congéneres. Ser mejores, en definitiva.

Pero llegó el remedio contra el virus. Y lo que iba a ser su salvación se convirtió en condena. El mismo bicho que les hizo progresar y aspirar a perfeccionar la especie les llevó por el camino de la avaricia y el egoísmo. Algunos acapararon el mayor número de pócimas mágicas posible sin preocuparse por si les faltaría a otros humanos. Otros engañaron a países enteros haciéndoles creer que les entregarían las dosis necesarias cuando las requirieran. Hubo hasta quien negoció a escondidas para los de su casa, ni siquiera para sus vecinos, menos afortunados y más vulnerables.

A pesar de este episodio de insolidaridad, la humanidad acabó dándose cuenta de que ese comportamiento no le llevaba a ningún sitio. Se percató de que en ese mundo estaban todos interconectados. Cada vez más. Viajaban constantemente de un territorio a otro, disfrutando de lo que encontraban en cada uno de ellos, conociendo la bondad de sus gentes. Intercambiaban experiencias y conocimientos, construyendo, sumando entre todos. Entonces decidieron compartir, distribuir y concordar. Y optaron por instaurarlo como comportamiento internacional oficial para todo tipo de asuntos, toda forma de negociación. Asumieron que el bienestar colectivo acaba contribuyendo al individual.

Y así, colorín colorado, esta pandemia se ha acabado.