Se ha demostrado que entre veinte y veintiocho cuerpos de las sesenta y dos víctimas mortales habidas en el accidente del Yak ucraniano fueron incorrectamente identificados. La verdad emerge al fin ante nuestros ojos y comprobamos escandalizados que los cadáveres de los militares fueron trasladados y entregados para su sepelio de forma harto precipitada y chapucera, como si hubiese una gran prisa en finiquitar la tragedia sin más explicaciones. En la cúpula del anterior Ministerio de Defensa se era consciente de las responsabilidades contraídas por la contratación de unos aviones inadecuados y peligrosos, y se quiso echar tierra al asunto para taparlo cuanto antes.

Un año después de aquel desastre, las pruebas de ADN han puesto de manifiesto los errores cometidos y sitúan a las familias de las víctimas ante tremendos problemas legales si es que aspiran a recuperar los restos verdaderos de sus parientes fallecidos. Los ecos de la tragedia se multiplican. Y llega la hora de exigir una vez más que se depuren las responsabilidades pertinentes. Alguien falló estrepitosamente en el cumplimiento de su deber. La actual Administración no podía ocultarlo por más tiempo. Debe investigarse lo sucedido, caiga quien caiga.