No resultan muy innovadores ni precisos los economistas que vienen ofreciéndoles a las derechas un enfoque programático con el cual marcar la diferencia (con las izquierdas presuntamente derrochadoras o adictas al déficit). Lacalle, el del PP, por poner un ejemplo, es un ultraliberal que recomienda la desmovilización fiscal y la eliminación de los derechos laborales como fórmula infalible para el crecimiento. Vale: si quienes tienen mayores ingresos no pagan impuestos (o muy pocos) y además pueden contratar trabajadores a precios de derribo, seguro que multiplicarán sus beneficios y ampliarán sus oportunidades. Voy más lejos: si los currantes pagasen, en vez de cobrar, el pleno empleo estaría asegurado. De cajón.

Pero la clave está en saber qué clase de sociedad emergerá cuando el Estado del bienestar entre en crisis definitiva y sus servicios se conviertan en estupendos negocios privados, cuando la movilidad social se reduzca mucho más aún y la desigualdad se incremente. Cómo evitar entonces el sálvese quien pueda, la corrupción generalizada, la compraventa de cualquier cosa (un órgano sano, un vientre donde gestar al hijo de quienes puedan pagárselo), la violencia económica y física, el crimen organizado... Ahí es donde no veo yo perfilarse a los Garicano de turno (que se limitan a profetizan un desarrollo providencial, caso de seguir sus recomendaciones).

Las izquierdas tampoco han resuelto la ecuación, más allá de la habitual fórmula socialdemócrata. Pero al menos aseguran estar intentandolo, y parecen esforzarse en impedir que vayamos a un derrumbamiento total. Porque, mal que nos pese, las infraestructuras son caras, las nuevas tecnologías médicas son carísimas, mantener abiertas escuelas en los pueblos cuesta mucho, atender a las/os viajas/os sale por un huevo... Y no digamos si encima queremos que alguien apague los incendios, acuda en las emergencias, cuide los jardines y garantice nuestra seguridad. Eso hay que pagarlo. Quien les prometa lo contrario miente como un bellaco.