Quién no ha sentido algo profundo en su interior al caminar por las montañas, al entrar en un bosque o al visitar una cueva? Pasear por un bosque, abrazar un viejo árbol o recolectar frutos silvestres nos atrae magnéticamente. Nos sobresaltamos cuando un animal se cruza en nuestro camino y nos maravillamos contemplando a las grullas volar o nos quedamos sin palabras cuando una ballena asoma su cabeza en la superficie del mar y nos observa con ese ojo tan enorme.

A principios de los 80 escuché por la radio a alguien que reflexionaba en voz alta sobre nuestra relación con la Naturaleza y sus consecuencias. Hablaba desde la realidad de lo local, en este caso de Aragón, pero también de lo global, de lo que sucedía en las selvas amazónicas. Por cierto, lo primero que me atrajo fue la pasión con la que hacía los comentarios. Lo segundo, que su voz y la entonación de las frases me recordaban a Félix Rodríguez de la Fuente, el cual nos había dejado hacía pocos meses y cuyos programas de televisión nos habían dejado una huella imborrable. Y lo tercero, que los temas que abordaba aportaban algunas respuestas muy interesantes sobre la relación del Hombre con la naturaleza.

Era la voz de Adolfo Aragüés, que repetía programa tras programa que habíamos perdido el respeto a nuestra Madre Tierra. Y llegados a ese punto nos hablaba de pueblos indígenas que vivían en comunión con la naturaleza y que hablaban de los animales, de los bosques, de los ríos y hasta del aire como hermanos, a los que hay que querer y cuidar como parte de sí mismos, como miembros de la misma familia. Recuerdo con claridad cómo pronunciaba la palabra Pa-cha-ma-ma, vocalizando y enfatizando cada una de sus sílabas, cuando hablaba de los Pueblos Andinos y su veneración por esta divinidad que simboliza a la Madre Tierra.

Adolfo Aragüés y su programa Aragón y su naturaleza nos acompañaron 18 años en los que fue recorriendo todo el territorio aragonés, los espacios naturales de España e incluso nos trasladaba con sus reflexiones a las selvas tropicales o los hábitats más remotos. Pero todos los comentarios estaban siempre unidos por el mismo hilo conductor, el respeto que debíamos tener el ser humano por la Madre Tierra, y no perdía la ocasión para clamar por su respeto y conservación. Recuerdo cómo todos los años, para celebrar el 5 de Junio, Día del Medio Ambiente, nos leía la Carta del Jefe indio Seattle en respuesta al Presidente de los Estados Unidos, que en 1854 propuso comprarle las tierras que ocupaban las tribus suwamish. Una carta con un profundo mensaje ecologista, premonitorio de lo que ahora nos está pasando en el planeta. Escuchar estas frases de su boca te llegaba directamente al corazón. Sentías que era el Jefe Seattle el que te hablaba así.

«¿Qué es el hombre sin los animales? Si todos los animales se fuesen, el hombre moriría de una gran soledad de espíritu, pues lo que ocurra con los animales en breve ocurrirá a los hombres. Hay una unión en todo.

La tierra no pertenece al hombre; es el hombre el que pertenece a la tierra. Esto es lo que sabemos: todas las cosas están relacionadas como la sangre que une una familia. Hay una unión en todo». Tenía razón en la urgencia de su mensaje cuando ahora vemos cómo tenemos que declarar la emergencia climática y ambiental en todo el planeta. O cuando escuchamos a los investigadores hablar de la influencia que tiene en el origen del covid-19, y de otros virus procedentes de animales salvajes, la deforestación y la pérdida de biodiversidad en las selvas tropicales. ¡Y no lo digo yo…!, como remarcaba Adolfo Aragüés, lo dice la Royal Society of Biology.

Ese profundo respeto por la naturaleza lo canalizó a lo largo de toda su vida con la observación y el estudio de las aves. Sin duda las aves representan la vida natural ante nuestros ojos, ya que siempre están a nuestro alrededor y muchas de ellas son de fácil observación. Quería conocerlas en profundidad, saber todo de ellas. En esos primeros años de observación, finales de los años 40, no resultaba nada fácil incluso explicar lo que estaba haciendo. Tampoco era fácil encontrar un maestro del que aprender, libros explicativos, mapas o incluso desplazarte por el territorio, para lo que se necesitaba un permiso especial de la autoridad competente. A pesar de esas dificultades, consiguió abrirse camino.

Para los que no conocen el mundo del estudio de las aves será difícil imaginar la gran dedicación y el esfuerzo necesarios para anillar a casi 37.000 de ellas. Viajar a sus lugares de paso o cría, capturarlas de madrugada, registrar todos los datos, clasificarlas y elaborar el trabajo científico. Y todo este ingente trabajo sólo por afición y el placer del conocimiento.

Su pasión atrajo a muchos jóvenes que sentían como él la fascinación por las aves y por la naturaleza. Supo ser ese maestro del que no olvidas las lecciones recibidas, del que quieres más, del que hablas a todo el mundo y al que te gusta poner como ejemplo.

Pero esa luz con la que inundaba todo a su alrededor cuando hablaba de las aves, se tornaba en tristeza cuando recordaba cómo se habían deteriorado los lugares que él había conocido en su juventud y que le habían hecho sentir esa unión con la naturaleza. Contaba con tristeza los cambios que él mismo había podido constatar a lo largo de su vida, en su propio entorno. Cuesta imaginárselo ahora machete en mano abriéndose camino entre la espesa vegetación que había en los años 50 para llegar al Ebro desde el Hospital Militar de Ganado en Pastriz, donde realizaba su servicio militar. Aquella exuberancia del bosque de ribera ha quedado ahora domesticada, reducida a pequeñas manchas de arbolado junto a la misma orilla del río. Nunca he olvidado que, ya en los años 90, me dijera que hacía tiempo que no quería subir al Pirineo, que no quería volver porque sufría viendo el deterioro ambiental. Le dolía mucho.

Pero el amor que mostró por la montaña o por los bosques se quedaba pequeño cuando hablaba de la estepa. Él decía que Aragón no se podía entender sin las estepas, que éstas eran el alma, la esencia de Aragón. Esas grandes extensiones áridas donde predomina la vegetación de pequeño porte y donde el viento y la escasez de agua moldean un ecosistema singular y único en Europa, llamaron su atención con una fuerza inusitada. Buena parte de su trabajo científico lo dedicó al conocimiento de las aves esteparias y concretamente a la Alondra de Dupont o Ricotí (Chersophilus duponti). Ésta ave se consideraba extinta en Aragón hasta que fue redescubierta por él, realizando además su tesis doctoral sobre ella. Enseguida se dio cuenta de la grave amenaza que existía sobre las aves esteparias y de la necesidad de proteger espacios naturales de calidad ligados a su conservación. Su larga batalla dio unos primeros frutos con la creación de la La Lomaza de Belchite, la primera reserva de aves esteparias de Europa, a la que siguió El Planerón en la misma localidad. Desde el año 2009 el Centro de Interpretación de las Estepas de Belchite lleva el nombre de «Adolfo Aragüés» en reconocimiento a su labor.

Una persona de referencia que necesitamos conocer y valorar. Queda pendiente poner en valor todo su legado, que es mucho. Se fue sin poder ver un Parque Nacional en Los Monegros o el Parque de las Estepas del Sur de Zaragoza. Ambos proyectos duermen en algún cajón tras décadas de elaboración, alegaciones y aprobaciones iniciales de tramitación. Pero vamos a seguir perseverando. En eso hemos tenido buen maestro.